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Andador de letras: El parto 

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Esmeralda Aragón

Los dolores le empezaron como a las tres de la tarde; estaba sola en su casita. Como ya tenía experiencia y sabía lo que venía, se puso a levantar su catre, dejó unas toallas cerca y unas sábanas. Poco a poco llenó una palangana de agua, juntó unas hierbas y las dejó a su alcance. Se preparó un té de epazote con cebolla y se lo fue tomando despacio y calientito. Con dolores y de mal humor, siguió acomodando su cuartito.

Al rato, se tomó dos cucharadas de aceite y una más se la untó en su parto.

—Juanito, mi’jo, ven papá, ¡corre!, me vas a hacer un favor. Vete a ver a tía Celia, la partera, y dile que se venga pa’ la casa, que tu hermanito ya va a nacer. Si no la encuentras, te vas pa’l centro del pueblo y preguntas, ahí donde está tía Chica, dónde mero vive tío Sabino, el partero. Corre rápido, pá. No te vayas a quedar jugando por ahí, mi’jo, que ya no aguanto el dolor.

Juanito sabía perfectamente lo que quería decir “rápido”. Agarró un plato de plástico y se lo llevó como el volante de un carro. Corre y corre iba el muchito por toda la vereda girando su plato. Le salieron unos perros, pero le bastó con sonar su “cláxon”, en el centro del plato.

La mujer caminaba alrededor de su casita de teja y adobe, dando vueltas como gallina a punto de poner. Cuando pensó que ya no podía más, colgó del horcón un mecate grueso, lo probó que aguantara su propio peso, se agarró fuerte del mecate y comenzó a pujar con toda su fuerza.

El sudor invadía su cuerpo y unas lágrimas empañaban sus ojos, apretaba sus dientes amarillos y rugía con amor y poder. De ella se desprendía una fiera, sus tendones parecían explotar. Sus manos, rojas y adoloridas de tanto apretar el mecate, no dejaban que el dolor le ganara la batalla. Era una lucha entre la vida y la muerte; entre la decisión de quedarse sola o vivir acompañada. Soltó el mecate para apretarse la panza.

—Vamo’ mi’jo échale ganas, pá. No me dejes todo el trabajo. ¿Acaso vienes lejos todavía? Agarra tu machete, mi’jo, y ve cortando el monte de tu camino. No te tardes, pá. Mira que tu hermanito ya tiene listo tu muñeco de luchador pa’ que jueguen bonito.

El dolor no amainaba, al contrario, parecía que se ensañaba con ella. A lo lejos divisó que Juanito ya venía corriendo, pero nadie detrás de él.

—¡Ay Dios mío, padre Jesucristo! ¿Qué será que no encontró a nadie? ¡Échame tu bendición, Virgen de Guadalupe! ¡Virgencita del Rosario, no me abandones en este momento! Mira que si es niña, le voy a poner como tú y en tu fiesta te voy a llevar tus flores y tu veladora; y si es niño, Antonio, como mi San Antonio de Padua, ¡pero no me dejen sola por favor!

—Ya viene tío Sabino, má. Nomás que viene despacio por los perros.

—¡Bendito sea Dios, mi’jo!

—¿Te duele mucho, má? No llores, ponte contenta porque mi hermanito ya viene. Yo ‘toy muy contento porque ya voy a tener con quién jugar. Vamos a hacer carreteritas con topes en la tierra, ya le aparté sus canicas en un bote y también le hice un barquito de papel. Lo bueno que mi hermanito va a llegar con la lluvia. Yo te voy a ayudar a cuidarlo, má, no te preocupes, ya no llores. Ya verás que voy a comer menos para que la comida nos alcance y le voy a dar la mitad de mi pan de panela que tanto me gusta.

La mujer pudo haber decidido llorar con lo que escuchaba, pero no. Se aferró con todo su amor y fuerza, respiró profundo y pujó con todos sus deseos, sueños, anhelos y con la esperanza de dar vida.

—¡Cuidado Juanito! ¡Ya viene tu hermanito!

Se escuchó el llanto de un bebé, la madre como pudo lo abrazó, lo llenó de besos y se soltó a llorar, lo que no había hecho desde que comenzaron los dolores.

Juanito vio a su hermano y una gran sonrisa se dibujó en su rostro.

—Pérame, manito. Voy a traer los dos luchadores que me compró mamá, a ver cuál quieres.

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