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Israel ultimó al menos a 12 víctimas; una tarjeta de crédito lo delató

Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Agencias

Era casi la hora del cierre cuando un desconocido entró en el quiosco donde trabajaba Samantha. Segundos después, la joven levantaba las manos y salía de detrás del mostrador: el hombre la estaba apuntando con una pistola. Aquella escena, grabada por las cámaras de seguridad, era la única prueba de su secuestro. 

Mientras la Policía trataba de encontrarla, el secuestrador la llevó a una casa abandonada, próxima al lugar del rapto, y la violó, mató y descuartizó para terminar arrojando partes de su cuerpo a un lago congelado.

Un mes después, el asesino cometió un error: sacar dinero con la tarjeta de crédito de Samantha en un cajero. Aquello fue su perdición. Una vez detenido, los investigadores descubrieron que el responsable, el ebanista Israel Keyes, en realidad era un meticuloso asesino en serie que llevaba diez años matando y que a sus espaldas recaía la muerte de al menos doce personas.

 

En el ejército

Nacido el 7 de enero de 1978 en Richmond (Utah, Estados Unidos) en el seno de una familia mormona, Israel Keyes se educó alejado del colegio y sin salir de casa: sus padres, unos supremacistas blancos que acudían a iglesias cristianas racistas y antisemitas, despreciaban el sistema educativo oficial y se negaron a que nadie ajeno a ellos influyera en la mentalidad de sus hijos.

Por tanto, el ambiente que respiró el pequeño Israel hasta su juventud siempre estuvo marcado por la ideología ultraderechista, por la violencia, las armas y por unas amistades familiares, que incluso estuvieron en la cárcel por sendos asesinatos.

Sin otra salida a su futuro, a los veinte años Keyes decidió alistarse en el ejército y servir en Fort Lewis, Fort Capote y Egipto, hasta que en el año 2001 se retiró con honores y varias condecoraciones. Sus compañeros de batallón le describieron como un hombre tranquilo y reservado, pero también inestable: cuando llegaba el fin de semana se desmadraba, escuchaba música fascista y no paraba de beber botellas y botellas de bourbon. Fue durante esta época cuando también rechazó la religión, se proclamó ateo pese a su educación mormona y comenzó a delinquir.

Los siguientes seis años, Israel cometió toda clase de estafas, hurtos y robos en establecimientos, además de atracos a bancos, pero siempre salía impune: la Policía no lograba atraparlo. Incluso llegó a confesar con posterioridad que violó a una chica, pero jamás se demostró nada.

En 2007, Keyes se estableció en Alaska, abrió su propia empresa de construcción y trabajó como contratista y ebanista, lo que se tradujo en una gran oportunidad para recorrerse todo el país sin levantar sospechas. Su nuevo negocio le reportó viajes por distintas regiones donde múltiples víctimas, sin conexión alguna y elegidas al azar, no podrían relacionarle con los crímenes. Cada asesinato fue meticulosamente planificado para no dejar ningún reguero de pistas o pruebas.

Su rutina pasaba por coger un avión hasta una población determinada, alquilar un vehículo y, desde allí, conducir los kilómetros necesarios hasta el lugar elegido. En ocasiones, llegaba a recorrer más de 1.000 kilómetros simplemente para matar a una persona. Durante el trayecto, hacía acopio de todo un ‘kit de asesinato’ y lo metía dentro de un cubo: armas, municiones, palas, bolsas de plástico, cinta adhesiva y disolvente.

Después, trazaba las mejores rutas de escape, señalaba los puntos donde se desharía de las armas utilizadas (a veces las enterraba para reutilizarlas en otros asesinatos) o de los restos de sus víctimas una vez descuartizadas.

Con el croquis ya listo, Keyes emprendía rumbo a su destino, siempre buscando zonas remotas o más aisladas. Si buscaba a su víctima al aire libre siempre lo hacía en parques, campings, zonas de navegación o caminos apartados para poder cometer el rapto; pero si elegía una casa, se decidía por aquellas que estuvieran a las afueras, con garaje anexo, sin coches aparcados, y sin la presencia de niños o perros. Una vez cometidos los crímenes, el ebanista seguía punto por punto su planificación, regresaba a Alaska y seguía con atención las noticias. Uno de ellos fue el del matrimonio Currier.

Los crímenes

Era el 2 de junio de 2011 y Keyes acababa de aterrizar en Chicago: alquiló un coche, condujo 1.600 kilómetros hasta llegar a Essex, en Vermont, y seleccionó una de las casas más remotas de la zona, las de los Currier. Tras cortar la línea de teléfono y asaltar la vivienda, redujo a Bill y Lorena, los maniató y los llevó a una casa abandonada. Una vez allí, violó y estranguló a la mujer, ejecutó de un tiro al hombre y se deshizo de los cuerpos de tal forma que jamás fueron encontrados.

El asesinato de los Currier fue probado exclusivamente gracias a la confesión de su responsable porque los investigadores no hallaron evidencia alguna del ataque y posterior homicidio.

Los ocho meses posteriores, Keyes reprodujo el mismo modus operandi utilizando la aleatoriedad, su rápido desplazamiento entre estados y los distintos perfiles de las víctimas para pasar completamente desapercibido. Las autoridades no solo andaban despistadas, sino que jamás creyeron que cada crimen guardaba alguna relación con el anterior.

Sin embargo, el error llegó con el secuestro de Samantha Koening al trasgredir dos de sus reglas básicas: cometer el asesinato en la ciudad donde residía (en Anchorage, Alaska) y dejarse grabar por la cámara de seguridad de un cajero automático al usar la tarjeta de crédito de la víctima.

Eran las ocho de la tarde del 2 de febrero de 2012, y Samantha, de 18 años, se disponía a colocar los últimos artículos del quiosco que regentaba cuando entró un último cliente. El desconocido se dirigió al mostrador, la amenazó con una pistola y la instó a salir y subirse a su coche. 

De allí la condujo hasta una casa abandonada, próxima al quiosco, donde la maniató y violó durante horas. Finalmente, la asesinó, dejó su cuerpo en dicho lugar y, tras llevarse el móvil y la tarjeta de crédito de la joven, abandonó la ciudad dos semanas para no levantar sospechas.

A su regreso, volvió a la casa e ideó un nuevo plan: pedir un rescate a la familia de Samantha haciéndoles creer que aún seguía viva. Para ello, la fotografió con el periódico de aquel día y pidió 30.000 dólares, una cantidad que entregaron con éxito. 

Sin embargo, no contento con eso, y mientras dejaba partes del cuerpo de la joven en un lago helado, fue sacando dinero de la tarjeta de crédito de la víctima. Aquello fue su ruina: una de las cámaras del cajero automático captó su imagen y le puso en el disparadero.

El 13 de marzo, una patrulla policial dio el alto a Keyes por exceso de velocidad en Lufkin (Texas) y al inspeccionar su vehículo encontraron algunos objetos extraños: mapas, máscaras, billetes enrollados y el móvil y la tarjeta de crédito de una mujer. Tras las comprobaciones pertinentes, los agentes se percataron de que la identidad de su dueña correspondía a la de una joven secuestrada un mes antes. Además, las imágenes de las cámaras de seguridad del quiosco confirmaron que Samantha no se marchó de motu propio del local, sino que fue amenazada.

Una vez en comisaría, y después de corroborar que Keyes era la misma persona que el hombre que extrajo dinero de la cuenta de Samantha, se procedió a un pintoresco interrogatorio.

Bajo sus condiciones

El acusado del secuestro de la joven mostró tal grado de serenidad y manipulación, que trató de manejar la charla con los detectives poniéndoles tres condiciones sine qua non para llevarla a cabo: un café del Starbucks, una chocolatina y un puro. Cada petición fue acompañada de una confesión de asesinato jactanciosa, calculada, fría y sin un ápice de remordimientos. 

Hora tras hora, Keyes dio detalles pormenorizados de cómo localizar el cuerpo de Samantha, del que se deshizo cavando agujeros en el lago congelado de Matanuska. En una de dichas localizaciones recuperaron una de las manos de la joven. Por otra parte, también contó cómo mató al matrimonio Currier y a nueve personas más, hasta un total de doce víctimas.

Asimismo, el ebanista explicó que durante catorce años desarrolló una doble personalidad: la más amable correspondía a un respetado hombre de familia, y la criminal, a la de una persona “diabólica”. Esta era la que le obligaba a planificar con minuciosidad cada asesinato y a elegir cuidadosamente a sus víctimas. 

Pese a los numerosos datos que aportó el detenido, su testimonio no era suficiente: los investigadores necesitaban pruebas y estas llegaron cuando pudieron recuperar dos ‘kits de asesinato’ en Alaska y Nueva York. Keyes afirmó haber escondido otros en Washington, Wyoming, Texas y Arizona, pero la Policía nunca consiguió dar con ellos.

A lo largo del insólito interrogatorio, Keyes llegó a mostrarse tan insolente y caprichoso, que los agentes decidieron seguirle el juego con sus rocambolescas peticiones de comida o bebida. Era su única baza para que no se enrocara.

Con esa actitud despreocupada y carente de empatía, Keyes evidenció que era tan mentiroso y desfachatado como para “ser capaz de negociar sus crímenes” a cambio de que rebajasen su condena y evitar así la pena de muerte. En ocasiones, contestaba riéndose a carcajadas y, en otras, relataba sus actos de forma puntillosa, convirtiendo el interrogatorio en una especie de función de circo.

En varios momentos, trataron de sacarle la motivación de cada asesinato y su respuesta fue contundente: “Una vez que empiezas, ya sabes... no hay nada parecido”. Aquella afirmación ratificaba que Keyes disfrutaba matando, que le gustaba arrebatar la vida de un ser humano, que aquello le aportaba una fuerte dosis de adrenalina, aparte de una emoción que no podía alcanzar de otro modo. Esto le hizo ser “un adicto al asesinato”, como describió uno de los psicólogos forenses que lo examinó.

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