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Denarios: La leche cruda

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Sebastiana Gómez

En otros escritos he contado lo amoroso que fue mi padre con su familia y, sobre todo, el gran amor y cuidado que tuvo para con sus hijos. Aunque mi padre, ahora que lo pienso, hubiera querido que su primer hijo fuera varón. Ni modo, tuvo que aguantarse y amar a sus tres mujercitas. Siendo la mayor, yo era la que más lo acompañaba en algunos trabajos; claro, donde podía llevarme, porque había un lugar donde yo no podía ir.

Mi hermana,  la que  me seguía, era dos años menor que yo. Eramos muy diferentes, ella sí que no le tenía miedo a nada. Podía andar sola de madrugada en lugares solitarios y también era niña de casa, mucho más apegada a mi madre.

En el pueblo aún no había médico, solo un señor que tenía una farmacia y vendía medicamentos consultando un libro que, mucho después, me enteré que se llamaba Vademécum. En una ocasión, mi hermana menor de seis años -a la que llamábamos Lala y a la que mi papá le decía Lala “Mishtu” (gato en zapoteco)- se enfermó de una tos muy fuerte, así que mis padres compraron medicamento con el señor de la farmacia pero no le hizo nada.

Alguien le dijo a mi papá que debían bañar a mi hermana en el arroyo y que con eso se le iba a quitar la tos. Ah, pero debía ser al amanecer, antes de que saliera el sol. Mi padre no esperó más. Al día siguiente, la primera a la que despertó fue a mí, que tenía que acompañarlos; después, despertaron a mi hermanita, nos subimos a la carreta que mi papá ya tenía lista y nos fuimos. Mi mamá  había subido nuestra ropa. Ella no fue, se quedó con la nena de cuatro años. Al llegar, mi papá nos dijo que entráramos al agua. A esa hora, para nosotros era de madrugada. Sobre todo  para bañarse en el arroyo. Sentíamos frío, pero teníamos que hacerlo.

Después de un rato de estar en el agua salimos de ahí para vestirnos y nos subimos otra vez a la carreta, esta vez mi papá nos llevó al rancho de un tío que tenía vacas a las que ordeñaba todas las mañanas. Mi padre ya iba preparado, llevaba jícaras de morro y habló con el tío. El tío agarró una vaca y nos llamó para que nos acercáramos con nuestras jícaras y ordeñó directamente en ellas, las jícaras se llenaron de leche y espuma. La leche se veía muy rica. 

Nos dijo que así nos la tomáramos,  estaba calientita y dulce. Terminando nuestra leche, regresamos a casa. Hicimos esa ceremonia como seis días. A mi hermana a los tres días  ya estaba sana. Los demás días ya fueron como de regalo.

Después de aquello, seguí yendo a la escuela. Un día, mi papá nos dijo que fuéramos todos al rancho del tío a tomar leche recién ordeñada. Pero yo acaba de pasar una lección en la escuela que decía que a las personas que tomarán leche cruda podía darles la fiebre de Malta. En ese momento no sabía de qué se trataba, pero a partir de entonces, nunca más tomamos leche cruda.  

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