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Denarios: La infancia de mi padre

rio
Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

Mi padre nació y pasó su tierna infancia en Altotonga, una localidad rural de la sierra veracruzana. Era un hombre simpático, gran conversador que hacía amigos con facilidad, cualidad que no heredé. “Don de gentes” le llamaba. Él describía su personalidad infantil como alegre, traviesa y despreocupada. Era el mayor de varios hermanos pero el consentido de su abuela, quien cuidó de él durante algunos años de su niñez.

Mientras asistió a la primaria, dicho por él mismo, gustaba de llegar tarde y, casi de inmediato, pedir permiso para ir a almorzar. No hacía mucho caso a las clases, porque prefería jugar y hasta tener novia. Era lo que se dice, un niño tremendo.

No podemos decir que fuera rico, ni tampoco pobre, la familia tenía una casa y una tienda. En ocasiones, mi abuelo -que era otro personaje- le mandaba realizar alguna tarea pesada, como llenar la pileta acarreando agua de un lejano pozo o cargar costales de maíz, carbón u otras mercaderías. Para esos menesteres, el niño no dudaba en agenciarse la ayuda de los “borrachitos" del lugar, como solía llamarles, que de buen agrado lo auxiliaban a cambio de unos tragos de aguardiente de caña.

Los juegos de su infancia, con sus primos, que también se pintaban solos, incluían paseos en el caballo de la familia que, según mi padre lo describía, nada tenía que envidiar a Rocinante de lo viejo y flaco que estaba y que aun lo superaba en daños por estar tuerto. Otras actividades que gustaba practicar era la natación en las heladas aguas de la poza del pueblo, así como aventurarse en “palomilla” a una gruta tenebrosa a la que los niños llamaban la Cueva del Viejo Rasposo.

Mi padre gustaba de contar la anécdota de cuando fue aquejado por un agudo dolor de muelas. Temiendo ir al dentista ocultó su mal por algunos días hasta que el dolor le obligó a confesar a mi abuela su padecer. Sabidos de que el pequeño daba sobradas muestras de arreglárselas solo, lo mandaron al dentista, que al momento de recibirlo tenía pacientes en espera. Como se estilaba en aquel tiempo, tras hacer la revisión correspondiente, el doctor procedió a aplicar una inyección de anestesia con una jeringa que al niño le pareció pavorosa, dándole indicación de que aguardara en la sala de espera. Lo hizo por un rato hasta que, como por arte de magia, dejó de sentir el dolor que le aquejaba y felizmente regresó a su casa. A mis abuelos les sorprendió lo rápido de su regreso:

—¿Cómo te fue?

—Re'bien— dijo. —Ya no me duele nadita.

Anduvo así un rato, hasta que el efecto del analgésico pasó y tuvieron que llevarlo de vuelta al dentista, quien les aclaró que el niño se había marchado sin haber completado el procedimiento. Así le aplicaron por segunda vez la pavorosa inyección, extrayéndole, finalmente, la muela picada.

Esta y otras anécdotas eran narradas por mi padre con singular simpatía. Hoy, próximos a la celebración de los fieles difuntos, quise recordar una de ellas.

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