Por Sebastiana Gómez
En la década de los ochentas se incrementó el paso de los cachucos, como le llamaban a los migrantes que salían de Guatemala, Honduras, El Salvador y de otros países centroamericanos para recorrer Chiapas, Veracruz y Oaxaca viajando arriba de los vagones de carga que llevara el tren en busca del sueño americano, sin importarles las horas de sol, calor, frío, la oscura noche o los vientos que pudieran encontrar en el trayecto.
Había casos de personas que caían entre dos vagones, o peor aún, a los lados. Algunos vivían para contarlo, aunque fuera sin un brazo o una pierna y otros, por desgracia, dejaban de existir.
Las Araucarias es un pueblo del estado de Chiapas. Solo contaba con un mercado, su iglesia, un jardín de niños, una primaria y su respectiva estación de tren. En aquél pueblo, por su estructura, la mayoría de las personas se conocían entre sí como la tortillera, la panadera, la señora que hace la comida y la más conocida era la curandera. Con ella llevaban a los niños y también a las mamás de los niños, perdón, a las personas adultas.
En Las Araucarias vivía Delfina con su esposo, Matías, y sus dos niñas que iban en segundo y tercer grado de primaria. Delfina, era una esposa joven, alegre, responsable y cuidadosa de sus hijas y de su esposo. Él tenía un taller mecánico, por lo que podía disponer de su tiempo y acompañar a su esposa a dejar a las niñas a la escuela. La hora de la comida la disfrutaban con una sobremesa que las niñas alegraban con sus risas. Formaban una familia apreciada en el pueblo. Delfina acostumbraba levantarse temprano y preparar el desayuno, pero un día los sorprendió al no querer pararse de su cama.
-Haz lo que quieras- le dijo a Matías, -porque yo no voy hacer nada.
Lo dijo con una voz extraña, que no era la suya. Él se asustó. Preocupado preparó a las niñas para llevarlas a la escuela, y después, ya no fue a su trabajo sino que se apresuró para ver a la curandera.
La señora lo recibió, él le contó lo que había pasado y los dos fueron a la casa con Delfina. Al abrir la puerta la vieron sentada a la orilla de la cama con una sonrisa irreconocible. Ella casi siempre tenía una mirada dulce, pero en esta ocasión, su mirada era para asustarse. La señora salió y tras ella, el hombre, quien quería saber qué pensaba la curandera de su esposa. Ella le dijo: -Matías, tu esposa está poseída-. Él asustado y sorprendido preguntó:
-¿Qué es eso?
La curandera le explicó que en el cuerpo de su esposa había entrado el espíritu de un difunto que vaga con malas intenciones, o que tiene una pena o preocupación muy honda. Matías, con una cara que denotaba miedo, dijo:- ¿Ahora qué voy a hacer? ¿Usted nos puede ayudar?- Sí- dijo la mujer—, pero no sola. Iré por una persona del otro pueblo que también es curandera. Mañana trataremos de retirarle el espíritu para saber qué quiere. Protege a tus niñas. Que vayan a la escuela como de costumbre.
Al día siguiente llegaron las dos mujeres, prepararon el lugar para hacer el ritual. Llevaban consigo lociones, hierbas y copal. Delfina estaba extraordinariamente tranquila y cooperó en todo con la curación. La señora que llegó del otro pueblo entró en trance, como dicen. Entre oraciones, recibió el espíritu de un santo y así procedieron a hacerle la limpia a la mujer. Mojaron las hierbas con la loción y se las pasaron por todo su cuerpo. Ella solo reía.