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Denarios: Ella

Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Petra

Ella caminaba atrás de mí, muy cerca. Durante el trayecto a la casa, el desconcierto y el temor se fueron diluyendo, no percibí en qué momento la situación se volvió normal, como si yo estuviera acostumbrada a su compañía y fuera algo cotidiano. Cuando llegamos, mi madre pareció no verme y se dirigió a ella.

—¿Ya desayunamos, hija? Ella volteó y me hizo una señal con los ojos indicándome que subiera la escalera. Incrédula subí a mi recámara y me eché sobre la cama tratando de entender qué estaba pasando.

Lo más extraño era la sensación de tranquilidad que sentía. “¿Qué es esto?”, me pregunté. Entre al baño y me vi en el espejo, no advertía cambio en mi rostro ni en mi cuerpo. Me mojé la cara y volví a mirarme. Salí al pasillo, desde ahí escuché la voz de mi madre y la mía, bueno la de “ella”. La molestia en la garganta, que inició muy leve por la mañana, era más intensa. 

Habían pasado diez días y ella seguía ocupando mi lugar en la casa. Había una diferencia notable entre las dos, ella era muy ordenada. Una mañana que desperté, mi cuarto estaba perfectamente dispuesto. Ropa, zapatos, libros, todo fue acomodado como en las escenas de telenovelas, donde parece que nadie vive, porque nunca se mueven las cosas de su lugar. Cuando me trajo la comida estuve a punto de reclamarle su intromisión, pero me contuve. Le pregunté cómo hacía para que mi mamá no se diera cuenta que subía comida.

—Es fácil— me dijo en tono de reproche por no haber reparado en esa acción cotidiana —siempre toma siesta después de cada alimento.

Le tenía guardado lo de su audacia en mi cuarto, así que le dije:

—Tú no eres yo, y le señalé con la vista el cuarto ordenado. Ella pareció desconcertarse, pero se repuso y contestó mirando los zapatos.

—Me acuerdo de los zapatos del uniforme del colegio. A nadie le gustaban, pero secretamente a nosotras sí. Y recuerdo también cuando robamos a papá, pensando que habíamos hurtado un billete nuevo de cinco pesos y en realidad fueron tres, vivimos días de zozobra tratando de gastarlos rápido para que nadie se diera cuenta de que teníamos tanto dinero y no sabríamos explicar su procedencia. Papá no se dio cuenta del faltante. Hasta hoy, no se lo contaste a nadie, ni al cura en confesión. 

Para el día doce, yo ya estaba completamente recuperada y harta del encierro. Sentía agradecimiento porque ella estuvo pendiente de mí todo ese tiempo, pero eso no se podía prolongar. 

Decidí hablar con ella para pedirle que se fuera, tenía temor de terminar siendo yo la intrusa. Con toda tranquilidad me dijo que sí, y que el domingo iba a venir mi hijo a la casa, que le preguntara si le había gustado el reloj que le regalé.

—Yo no le he regalado un reloj— le dije.

—Pero yo sí—, contestó, y se fue.

Miré por la ventana y vi cómo, al cruzar el patio, se despidió de lejos del señor que vende quesos. 

El domingo, mi hijo vino a la casa y me enseñó su pulso.

—Siempre me consientes, má—, dijo con una sonrisa y me dio un beso. 

Mi papel fue como el de un fantasma todos esos días. Nunca tuvimos el menor contacto físico. Ha pasado un año y las lluvias volvieron. Un escalofrío me recorre pensando que ella pudiera regresar también. 

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