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Denarios: El necio sol de la tarde 

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Rafael Alfonso

La tarde caía sobre la ciudad. El sol, ya bajo en el horizonte, iluminaba las casas y los árboles con un brillo dorado. En una pequeña sala, una pareja estaba sentada en el sofá, mirando por la ventana. El hombre, llamado Andrés, posó sus ojos marrones sobre la mujer, llamada Estela. Contempló el pelo castaño y los ojos brillantes bañados por el sol. Se frecuentaban desde hacía un par de años. 

Andrés, al visitarla, olvidaba su vida monótona y aburrida. Estela, por su parte, mitigaba la soledad con la cercanía de su amigo. Andrés podía pasar muchas horas en casa de la mujer, incluso haciéndose cargo de algunas reparaciones menores, pero hablaban poco. Estela, por su parte, lo recibía, aunque no podríamos decir que su actitud fuera cálida, sí cordial. Ambos eran solteros y llevaban muchos años sin una pareja.  

Esa tarde, Andrés y Estela estaban sentados en silencio, mirando por la ventana. El sol se estaba poniendo, y el cielo comenzaba a tomar un color rojizo.  

—¿No le haría bien tomar un poco de aire? —preguntó Andrés, sin apartar la vista de la ventana. 

Estela suspiró. 

—No sé —dijo—. Estoy muy cansada. 

—Venga, sólo un paseo —insistió Andrés—. El aire fresco le sentará bien y hay algo que quiero decirle. 

—Dígalo aquí —dijo—. Con toda libertad. Le escucho. 

Andrés se mostró contrariado, pero se había quedado sin palabras. Estela se quedó pensando unos segundos. 

—De acuerdo —dijo finalmente—. Vamos a dar un paseo. 

Se levantaron de sus respectivos asientos y salieron. El aire de la tarde era fresco y limpio. El sol parecía haberse detenido en un ocaso prolongado. 

La pareja caminó, durante algunos minutos. Hasta llegar al parque. La mujer sintió el aire fresco en su cara. Empezó a inquietarse y a respirar con dificultad. 

—Está bonito, ¿verdad? —dijo Andrés, señalando el cielo enrojecido. 

Estela asintió. 

—Sí. Muy bonito. 

Se detuvieron en un banco y se sentaron. 

—Disculpe, Andrés, que no me entusiasme el paseo —dijo Estela—. Estoy tan sola en casa que he tenido que acostumbrarme a no salir. Soy como aquellos pajarillos a los que se les abre la jaula y en vez de volar se van más al fondo. 

Andrés la miró a los ojos. 

—Yo también me siento solo, pero no tiene por qué ser así. 

—¿Cómo podría ser distinto? 

—Tenemos que hablar —dijo Andrés.  

Estela asintió. Se quedaron callados durante unos minutos, mirando aquel sol necio que no terminaba de caer. De repente, brotaron las siguientes palabras:

—Te trataría como una reina si me dieras alguna esperanza —dijo Andrés, finalmente, sintiendo el estómago hecho un nudo.

Estela lo miró, sorprendida. 

—¿Qué quiere usted decir? 

—Quiero decir que te amo con todo mi corazón —dijo el hombre. —Quiero pasar todo mi tiempo contigo. Quiero escuchar cada palabra tuya y quiero hacer todo lo que pueda para que seas feliz. 

Estela lo miró, dudando. 

—¿Es verdad lo que me está diciendo? —preguntó ella. 

—Sí, es verdad. Lo juro. 

—No sé qué decirle, Andrés. Quizá deba agradecerle, pero yo no siento lo mismo. 

El hombre no dijo nada. Sólo la miró con desconsuelo. 

—Creo que es hora de volver— dijo ella y se puso de pie y echó a caminar.

La vuelta, se hizo también en absoluto silencio. Al llegar a la casa, Estela le dijo. 

—Es casi hora de la cena. ¿Le apetece? 

—No. Gracias, Estela. Debo retirarme. Quizá no vuelva pronto. Usted comprenderá. 

—Perfectamente. Que esté usted bien, Andrés.  

Una vez consumada la despedida, la puerta se cerró. Afuera, el sol se fue poniendo lentamente; adentro, la casa terminó de oscurecerse.

"Se quedaron callados durante unos minutos, mirando aquel sol necio que no terminaba de caer".

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