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Los inconvenientes del rojo

pintura
Foto(s): Cortesía
Redacción

Antía Alfonso

Salió de su casa sin saber a dónde iba ni qué estaba buscando. Perdió la cuenta de las horas y luego de los días. Había recorrido muchas calles, pero todas las banquetas le parecían siempre iguales y todos los faroles alumbraban la noche con la misma intensidad. Cuando se detuvo a amarrarse los zapatos, recordó que no había pronunciado palabra alguna en mucho tiempo; lo único que salía de su boca era el tarareo de una canción que su papá le cantaba antes de que todo se volviera humo. Entonces supo que estaba sola y que tenía frío y hambre. Sacó sus únicas monedas del único bolsillo de su único vestido y compró un hot dog. Miró alrededor y todo le pareció demasiado rojo. Casi era Navidad.

El rojo era un mal color, la hacía recordar el techo ardiendo, los cuadros cayendo de las paredes de ladrillo, sus zapatos recién amarrados. Estaba intentando llorar cuando la música de la plaza comenzó a llamarla. El mundo que tanto quiso conocer se abría ante sus ojos con todo el esplendor de los anuncios publicitarios. No entendía por qué su papá le había prohibido el exterior durante tanto tiempo, por qué en todos sus años no había puesto un solo pie fuera del piso de la casa ahora inexistente, pero ya no importaba. Ahora el mundo era suyo, tan pequeño para guardarlo en el bolsillo y tan grande para nunca terminar de conocerlo. Era precisamente el anhelo de los lugares prohibidos, que eran todos, lo que la hizo prender fuego a la cama y cerrar con llave todas las puertas, mismas que no abrió a pesar de los gritos de su papá, cuyo pellejo se consumía con el calor como se consumen todas las cosas vivas.

Después de perder la cuenta de las veces que subió y bajó las escaleras eléctricas y de las que se paró frente a la villa navideña esperando que alguna de sus figuras cobrara vida, vio a un niño pequeño a lo lejos y supo que era lo que había estado buscando. En él no había nada rojo, su cabeza se asomaba por encima de un carrito de monedas afuera de la zapatería. Fue hasta él y lo bajó al piso. De sus ojos tampoco salió ninguna lágrima y ella supo que no volvería a estar sola.

-Ahora tú vas a ser mi hermanito.

Y los dos se alejaron hasta cruzar la puerta transparente del centro comercial, tomados de la mano.

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