Antía Alfonso
Los asesinos seriales perturban y fascinan a la vez. Cuando son atrapados, o más bien, cuando sus actos son expuestos ante la sociedad y parecen no ser más una amenaza, se vuelven un espectáculo. Monstruos enjaulados, animales salvajes a los que uno puede tocar a través de un vidrio. Mientras más atroces sean los crímenes, más trascienden en el tiempo sus autores. Cayetano Santos Godino es uno de ellos; su brutalidad lo ha incrustado en la memoria colectiva no sólo de Argentina, sino también de aquellos que se complacen encontrando historias escritas con sangre.
En el cuento “Pablito clavó un clavito”, la escritora Mariana Enríquez entrelaza una crónica policial con la historia de Pablo, apasionado guía de un tour de temática criminal en Buenos Aires, que comienza a desarrollar un morbo que raya en la obsesión con la estrella de su recorrido: el primer asesino serial del país, el mata -niños, el Petiso Orejudo (Santos Godino). Su estado mental comienza a verse trastornado cuando la figura del homicida trasciende el relato que Pablo cuenta día con día y se materializa frente a sus ojos como parte del mismo público al que disfruta horrorizar con los detalles más gráficos. Su situación familiar no lo ayuda; tiene un hijo recién nacido por el que sólo tiene sentimientos de aversión y una esposa insatisfecha que no le hace caso más que para recriminarle su mediocridad.
La autora escribe dos historias cuyo paralelismo hace que uno como lector sepa desde un inicio que aquello no puede terminar bien. Este anuncio de fatalidad se basa justamente en la irrupción de aquel ser monstruoso en la realidad cotidiana, el regreso de una amenaza que se creía vencida por la ley, la muerte y el tiempo. El protagonista vive su propia historia a través de la de un hombre que no tenía reparos en ceder a sus impulsos más violentos. La narración deja un sabor agridulce, pero también la certeza de que los crímenes son fascinantes siempre y cuando las víctimas sean los demás.
