Por Sara Báez Vásquez
Me acurruqué en mí misma, intentaba reducirme tanto como fuera posible.
Después de un rato, mi corazón se fue calmando y el tiempo empezaba a oírse con una melodía distinta, más lenta.
Miré hacia arriba, la luz volvía a entrar a través de la ventana, de todas partes emergían plantas que parecían absorber todo el aire pesado, mientras crecían llevaban desordenadamente, la presión que me había estado ahogando. La habitación parecía ahora un bosque encantado que me llenaba de paz, dándome, incluso en esa prisión donde me encontraba, una libertad de la que nunca había gozado; libertad para ser yo misma, y bailar como nunca me lo había permitido. La cosa es que las plantas, incluso en su callada vida, tampoco eran libres, y la tristeza que escondían de mí, cambió otra vez la habitación.
Ahora, la melancolía llenaba mis días. Afuera llovía, y mis recuerdos llenaban las esquinas del cuarto con fantasmas del pasado. Veía mi historia en las paredes blancas y la extrañaba. ¿Cuándo fue la última vez que escuché sus voces? ¿Cuándo fue la última vez que vi sus sonrisas?
Mis lágrimas fueron llenando la habitación; con ellas las plantas se ahogaron, y la soledad empezó a abrir en mi pecho un agujero. La humedad de mi llanto creó grietas en la habitación, grietas que salían con un estruendo que lastimaba mis oídos, creando dolores de cabeza insoportables.
Cerré todas las ventanas, no quería ver la luz, no quería pensar. La oscuridad me envolvió, no veía nada y la habitación ahora solo podía ser mi cuerpo. Me concentré en mi respiración que fue bajando lentamente, tan lentamente como los pensamientos que nublaban mi mente. Se iban alejando.
Al fin el dolor paró, y escuché el chirrido de la puerta al abrirse; el viento volvía a tocar mi cara, llenaba mis pulmones para recordarme que seguía viva: era libre.
