Por Raúl Héctor Campa García
Experimentó cierta ansiedad, reflejada al sentir rápidas palpitaciones en su pecho; aceleró sus pasos; algo en su interior le urgía para llegar al hogar, a su familia, con sus padres. Su verdadero hogar que hacía mucho tiempo, a pesar de vivir bajo el mismo techo, había abandonado.
Llegó a su destino; su optimista pensamiento en ese momento se reforzó, al ver el jardín exterior de su casa arreglado, limpio y con las mismas plantas que mucho cuidaba su madre, regándolas todos los días. Las cortinas de las dos ventanas, una a cada lado de la puerta, estaban en su lugar, eran las de siempre. No se podía ver nada al asomarse desde el exterior, no había luces encendidas, sólo una penumbra, luz procedente del poste de la calle que acababan de encender.
Introdujo la llave para abrir la puerta principal, percibió un gélido viento en su cara. Ya dentro de la casa cerró con llave la puerta; observó que los muebles de la sala estaban cubiertos con sábanas blancas, excepto uno; aquel sillón donde su madre siempre dormitaba; como cuando él llegaba de compartir sus orgiásticas y cotidianas trasnochadas.
—Ya llegaste hijo, gracias a Dios —escuchó la trémula voz de su abnegada madre.
—Sí mamá, duérmete– le contestó en voz baja.
–Duerme hijo, descansa, has de venir cansado de tus viajes; ven, ven, para darte un beso hijo, ven, ven con tu madre– siguió escuchando en la penumbra de la sala, la temblorosa voz.
–Ven, no temas a tu enfermedad, ni a mis angustias. ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? Tu padre también te está esperando, está descansando allá– dijo, señalando con su dedo hacia arriba, la planta alta de la casa, donde estaba su recámara.
Era la primera vez en mucho tiempo, que tenía un diálogo con su madre.
–Vé con tu padre- siguió diciendo–; se alegrará de que hayas regresado a nuestra morada. Él te ha perdonado hijo, sólo ve y abrázalo.
Continuará el próximo lunes.
