Por Gregorio Melgar Valdés
El polvoriento camino se detenía al borde del río. Sobre una gran roca, un hombre lo observaba…
-¡Dios con usted, buen hombre! ¿Cruzará el río?
-Eso espero -contestó el que llegaba-. ¡Vengo sediento!, he caminado toda la mañana y el polvo se mete por todas partes.
-Entonces, beba, ¡beba con calma y despacio! Si tiene pensado cruzar este río, creo que usted y yo deberemos sentarnos a planearlo. Solos, considero que no lo lograremos.
-¿De dónde viene? -dijo el más viejo.
-De muy lejos, parece que he cruzado el país entero, y no llego a mi destino. Es usted monje, ¿verdad?
-Sí, ¡soy monje! ¡Voy a Santiago!, sigo el camino de Santiago. ¿Y cuál es su destino?
-Aún no lo sé, todo depende.
-Entonces, ¿no tiene un destino?; ¡es por eso que no ha llegado!, y ¿depende de qué?
-¡De los que me siguen!, llevo días tratando de perderlos, pero siempre encuentran mi rastro.
-¿Huye usted?
-Depende de donde lo mire; para ellos, huyo; para mí, ¡me defiendo y protejo lo mío! ¿De dónde viene, sacerdote?
-Ya veo, creo comprender. Vengo de Toulouse y como le dije, voy a Santiago, aunque aquí el río me detuvo.
-¡Qué va a comprender!; los de su clase, solo comprenden lo que quieren, siempre y cuando haya limosnas de por medio. ¡Siempre ha sido lo mismo!
-¡No diga eso, buen hombre! No todos somos iguales, no es bueno generalizar, y le llamo “buen hombre” porque no tengo razón para pensar lo contrario.
-No me importa lo que piense, hace mucho que he dejado de creer en Dios y todo lo que representa, ¡como sus curas! Protegen más a los terratenientes y potentados, que a los que sufrimos sus abusos.
-¡Tienes razón, hijo mío! Pero insisto, no todos somos iguales, cada quien sabe qué carga en sus alforjas y el peso de esta carga; por otro lado, ¡de algún modo todos huimos de algo o de alguien!
Continuará el próximo lunes…
