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Lecturas para la vida: Contar los pasos...

arte
Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Antía Alfonso

Nos gustaba contar nuestros propios pasos. Salíamos de la casa y decidíamos brevemente hacia qué dirección nos íbamos a dirigir ese día. Entonces empezaba la sucesión de los números y nuestros pies lo recorrían todo. A veces llegábamos hasta la presa de San Lorenzo para meternos al agua, los peces nos mordían los dedos y teníamos que regresar en camión hasta la casa. Eran mil doscientos veinticuatro pasos hasta allá. Si los hacíamos muy largos, se reducían hasta mil treinta, ese fue el récord. Fue Marta quien inventó ese juego en el que gastábamos la mayor parte de nuestro tiempo libre. No dejamos de caminar ni siquiera cuando papá nos compró las bicicletas, que eventualmente y por la falta de uso se llenaron de sal y óxido.

A medida que crecíamos, la importancia de contar los pasos disminuyó en mí, pero en Marta no hacía otra cosa que aumentar. Alguna vez me confesó tener miedo de que se le acabaran los pasos, que incluso si intentaba no contarlos, una voz le iba diciendo al oído los números en desorden y por eso ella tenía que adelantarse, para no oírla. Yo pensaba que lo decía para llamar la atención. Creo que todos lo pensamos así. Le dije a mis papás que no quería compartir más el cuarto con ella, que me daba miedo que hablara dormida para recordarme los números. Se quedó sola con sus voces y sus números interminables. Hice mi vida adolescente mientras ella contaba en voz más baja. Esa fue la época en la que empezó a ir al doctor, a tomar pastillas y a no salir. No me importó demasiado porque pensé que de pronto estaría bien. Creo que todos lo pensamos así. Un día no despertó más.

Con la muerte de Marta cambiaron muchas cosas. Mis papás se culparon entre ellos y terminaron separándose en medio de una guerra que terminó involucrando a toda la familia, incluso a una tía abuela cuya existencia no recordaba. Yo me fui en cuanto tuve la edad suficiente para hacerlo. Nos visitamos solo de vez en cuando. Últimamente me he sentado por las tardes a reconocer el enorme hueco en mi corazón y de pronto me descubro escuchando aquella voz que nadie más parece oír, misma que me persigue cada vez con más frecuencia: uno, cinco, tres, cuatro...

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