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Denarios: Permanencia voluntaria

Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Rafael Alfonso

Aquella tarde, camino de la secundaria vespertina a la que asistía, había encontrado un billete de 50 pesos. Cuando tienes 14 años y una irrefrenable pasión por la ciencia ficción, esto no puede sino entenderse como una invitación al cine, cortesía del destino. "El imperio contraataca" ya estaba en cartelera, pero no podía pedir a mis padres dinero para una entrada.

A pesar de estar en horario escolar, me tomé la tarde. Nunca fui un estudiante problemático, pero ver la oportunidad, quizás irrepetible, me llevó a escapar de las monótonas aulas y sumergirme en la gran pantalla.

Con el billete hallado en mi bolsillo, me encaminé a la recién inaugurada Sala Versalles. Llegué solo y con una emoción apenas contenida por ver el estreno que tanto había esperado. En la taquilla, una amable mujer esbozó una sonrisa cómplice al verme de uniforme y con la mochila. Al ingresar al lobby, el olor de las palomitas golpeó mi nariz, pero contuve el antojo y me precipité dentro de la sala, que ya había sido oscurecida. Estaban pasando los cortos de otras cintas por estrenar (lo que ahora llaman trailers).

En aquellos tiempos de mi adolescencia buscaba estar muy cerca de la pantalla. Me acomodé en mi asiento de primera fila, esperando ansioso el comienzo de la película. De repente, el oscuro fue total y después de algunos segundos que me parecieron eternos, sobre la pantalla se deslizaron las palabras: “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana [...] Es una época oscura para la Rebelión”.

La película era todo lo que había imaginado y aún más: novela de formación de Luke Skywalker y el maestro Yoda (quien hablar derecho no podía), naves espaciales, rayos láser y un romance indiscreto entre el contrabandista sideral Han Solo y la Princesa Leia, me mantuvieron pegado al asiento durante dos horas; pero mientras la película me sacudía emocionalmente, no podía dejar de sentir cómo mi estómago se retorcía de hambre, pues no había comido.

Durante el intermedio, la gente salió a comprar palomitas, refrescos, chocolates y gomitas. Los deliciosos olores me tentaban, pero dinero no tenía, a menos que estuviera dispuesto a regresar a casa caminando.

Finalmente, la película llegó a su fin, y yo no podía creer lo que a los espectadores se nos había revelado —que Darth Vader era el padre de Luke— al grado de que decidí hacer uso de la permanencia voluntaria y ver de nuevo si lo que había atestiguado era real y no producto de un pestañeo.

He de aclarar, respecto de la revelación acaecida, que la referencia es casi obvia —ya que "Vader" significa "papá" en holandés—, claro, en aquél entonces quién lo iba a suponer. De cualquier forma decidí ver de nuevo la película, pero ahora abastecido con una bolsa de palomitas y un vasito de refresco oscuro con mucho hielo picado, y volví a babosear de principio a fin con las aventuras espaciales. Eso es lo que se conocía como permanencia voluntaria —privilegio erradicado de las salas actuales—, la posibilidad de entrar a media película y quedarse a ver el inicio en la segunda función o ver una película dos veces, como hice yo; y la hubiera visto una vez más si no fuera porque hacía una hora que había terminado mi horario escolar y, según mis cálculos, estaba a una hora a pie de mi casa. Me había quedado sin dinero para el camión.

Así que pasadas las ocho de la noche, enfilé a casa previendo la que me esperaba y diciendo: “Que la fuerza me acompañe”.

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