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Denarios: Aquellas tardes

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Conchita Ramírez de Aguilar

La casa donde nacimos, mis dos hermanos mayores y yo, se localiza en la esquina de las calles de Mier y Terán e Hidalgo, en el Centro Histórico de la ciudad de Oaxaca. En los años 50, la fachada de la calle de Mier y Terán presumía dos balcones y había uno más en la calle de Hidalgo, donde también estaba la entrada a la casa. Un gran portón permitía el acceso al zaguán custodiado por bancos de fierro, que sostenían macetas con “conchas” de hojas verdes y flores rojas con pistilo amarillo, así como geranios de varios colores. El patio grande, también tenía macetas, y a un lado un pequeño jardín donde mamá cultivaba flores y hierbas para agregar a las comidas.

Nuestra perrita pastor alemán, a quien papá le puso por nombre Memela, era la dueña de aquel espacio. Ella nos acompañó durante varios años en nuestros juegos infantiles. Como era muy grande, se dejaba montar para darnos una vuelta por el patio. Siempre nos cuidó mucho y todos la queríamos. Memela esperaba todos los días a papá con mucha emoción y alegría, porque al llegar él, y después de descansar un rato, siempre le daba una cerveza que disfrutaba mucho.

En el tiempo de lluvias, me sentaba en el balcón para  ver caer las gotas sobre el pavimento, e imaginaba que eran grandes pelotones de soldados marchando con gran precisión. Al terminar la lluvia, mis hermanos y yo salíamos a jugar carreras con los barquitos de papel. No importaba si ganaba o perdía, lo único que quería era verlo navegar e imaginar que  llegaría al mar. Cuando mamá no nos veía, nos quitábamos los zapatos para brincar sobre los charcos que la lluvia había dejado y caminar por las cunetas sintiendo el frescor del agua entre nuestros pies. Lo único que me asustaba, y aún me asusta, son los rayos. Mamá siempre trataba de tranquilizarme diciendo que no nos caería ninguno, porque los pararrayos de la iglesia de La Soledad ⎯a una cuadra de la casa⎯ los atraerían. Nunca me satisfizo esa explicación.

Como vivíamos a tres cuadras de la Catedral, después de misa los domingos, íbamos al zócalo para pasear, darles de comer a las ardillas y jugar con nuestros amigos. Antes de regresar, papá nos invitaba a sentarnos en las mesitas que estaban en el Portal. Mientras él bebía cerveza, a la que acompañaban con taquitos dorados o cacahuates como botana, nosotros disfrutábamos de limonadas y leíamos las revistas de cuentos que nos habían comprado al salir de misa: La zorra y el Cuervo, Balín y Balón, La pequeña Lulú y Archie, entre otras. En ocasiones, cuando no queríamos limonadas, pedíamos permiso para cruzar la calle, y en la Alameda disfrutar de las nieves naturales que ahí se vendían. Mi favorita: leche con tuna. Nos dejaban ir solos, porque casi todas las personas que vendían ahí, conocían a papá o a mamá; por lo mismo, nos cuidaban.

Regresábamos a casa contentos, listos para comer, y al terminar, continuar con la lectura de lo que nos habían comprado, o salir a jugar con los amigos con quienes, en ocasiones, intercambiábamos cuentos. Pero lo mejor era alquilar, los que colgaban en unos mecates fuera de la vecindad que estaba junto a la casa, y que leíamos sentados en la banqueta.

"Al terminar la lluvia, mis hermanos y yo salíamos a jugar carreras con los barquitos de papel".

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