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El Andador de Letras: El rostro desconocido 

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Sebastiana Gómez

Mi madre, en una sobremesa después de cenar, nos contó un episodio de su vida que ocurrió cuando llevaba tres años de matrimonio y era mamá de una bebé que no llegaba al año de edad. La familia vivía en un pequeño cuarto hecho con barro y tejas. A un costado techaron un lugar para la cocina de leña; aquel era un espacio abierto donde había un metate y una silla. En muchas ocasiones debían dormir solas, porque mi padre trabajaba en una ladrillera cociendo ladrillos, actividad que sólo se podía llevar a cabo por las noches.  Cuando los ladrillos ya estaban cocidos, él esperaba a que se enfriara el horno para poder vaciarlo. Como mi padre se turnaba con sus compañeros para hacer ese trabajo, aquel día estuvo en la casa.  

Mi madre nos contó que aquel día comieron y que papá descansó un rato. Pero antes de irse, mi mamá le dijo que ya no quería quedarse sola. Mi papá se sorprendió y le preguntó por qué. Entonces ella le contó que iban dos veces que, cerca de la media noche, cuando a él le tocaba velar en el trabajo, por la única ventanita que tenía el pequeño cuarto, se asomaba un rostro desconocido para ella y que le provocaba un miedo terrible. Temblando, ella sólo alcanzaba a pegarse a la pared y a taparse de la cabeza hasta los pies protegiendo con su cuerpo a la bebé. Eso era sólo cuestión de minutos, porque entonces aquel rostro desaparecía.  

Mi padre se preocupó y no salió esa noche. Al amanecer, muy temprano, se fue a la ladrillera como de costumbre, ahí les contó a quienes trabajaban con él, vecinos y parientes, lo que sucedía. Sus compañeros le dijeron que no estaba solo, que ellos lo iban a ayudar para descubrir quién andaba asustando a su esposa. Entre todos hicieron un plan y le dijeron a mi padre: 

"Hoy no vamos a poder hacer nada, porque vas a regresar a tu casa y esa persona va a saber que estás allí, pero mañana no salgas para nada". 

Uno de los tíos le dijo que le iba dar un rifle; con ese rifle se iba a apostar en la ventana a la hora que mi mamá tenía como costumbre acostarse. Debía acomodar la punta del arma en una esquina de la pequeña ventana y mi madre con un leve movimiento daría la señal de que ahí estaba el rostro y entonces, mi papá tenía que disparar para alertar a los demás compañeros. La casa estaba ubicada en una esquina y los vecinos colindantes, y de las otras esquinas, estaban al tanto, así que se acomodaron de forma estratégica acordando que, al oír el disparo, salieran de sus escondites para agarrar al intruso. 

Todo se hizo conforme a lo planeado. En efecto, cerca de la media noche, el rostro desconocido volvió a asomarse por la ventanita; mi papá disparó y al momento, abrió la puerta. Los demás, armados —unos con rifles y otros con machetes—, salieron de su escondite y prendieron sus lámparas rodeando la casa, pero nadie vio nada, ni una sombra. Estaban sorprendidos, no entendieron cómo pudo escaparse aquella persona. Aunque llegaron a pensar que todo era producto de la imaginación de mi madre, pronto se dieron cuenta de que el extraño visitante sí llegó, porque dejó sus huellas de tierra en una silla que estaba en la cocina, exactamente debajo de la ventanita.  

A partir de esa noche, no se volvió a ver más el rostro del desconocido.

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