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Denarios: Nazaria

Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Filiberto Santiago Rodríguez

Él intentó golpearla, pero se detuvo ante la mirada firme de su hija, quien sentenció:

—Mi desgracia se quedará grabada en tu corazón.

Su padre respondió con desdén:

—Si algo te pasa, ni me voy a enterar— y se alejó con pasos similares a los de un cuervo. Con estas palabras, quedó huérfana de la querencia paterna.

Nazaria había regresado a su casa para contarle a su madre que, al llegar a la escuela, la mano de su maestra era acariciada por su papá. Pero ella tan solo dijo: “Déjalo, hija. Él es hombre”. Nazaria se rebeló y esperó a su padre para enfrentarlo, sacando a relucir palabras tan afiladas que cortaban no solo el aire de la habitación, sino también las almas de aquellos dos seres tan unidos por la sangre.

Al no soportar los chacoteos de los habitantes de la ranchería, su madre y ella decidieron viajar a la capital. Se instalaron en una humilde habitación cubierta de láminas de cartón, con paredes de ladrillo rojo; el patio y las habitaciones tenían por tapete una tierra con olor a ceniza combinada con desdicha. Para hacer frente a  sus problemas económicos, Nazaria encontró empleo en una tienda departamental.

Una noche, al llegar del trabajo, su mamá le entregó una carta. Nazaria se encontraba intrigada, pues según ella, nadie sabía dónde encontrarlas. Rasgó el sobre, sacó el papel y, a la luz amarillenta de su cuarto, empezó a leer:

“Hija, al verme solo, mi vida no tiene sentido. Nuestras risas avergonzadas parecen haberse escondido en lo más profundo de las piedras. Quiero jurarte una y otra vez mi inocencia. Jamás engañaría a tu madre, menos con tu maestra. Volvamos a unirnos, juntos podemos salir adelante, sin pasar calamidades en la ciudad. Las extraño mucho”.

Al final de la carta estaba escrita la posdata:

“Hazme el favor de leerle esta carta a tu mamá muchas veces, pues como sabes, nunca aprendió a leer”.

Nazaria, furiosa rompió la carta arrojándola al bote de la basura.

─ ¡Además de cínico, mentiroso! ¿cómo se atreve a negar lo que mis ojos vieron?

─Oye hija, ¿y si tu papá dice la verdad?

─ ¿Pero, no has entendido mamá? Todos los hombres son iguales.

─No seas tan dura con tu padre. Sea como sea, los padres lo somos para toda la vida.

─ ¡Mamá! ¿Cómo es posible que estés de su parte? La verdad no te entiendo.

─ Algún día lo entenderás, hija, algún día.

Una tarde, su compañera de trabajo le presentó a Miguel. Le llamó la atención su voz ronca y segura, contrastando con su cuerpo de hilo mecido por el viento; pero al mismo tiempo, sintió cómo su saliva se amargaba con un aroma a moneda antigua al reconocer que le gustaron esos ojos negros desgastados por la tristeza, tan parecidos a los de su padre.

Al dar un paso hacia atrás, Nazaria vio un cuervo resaltado dentro del mosaico de tatuajes de su brazo izquierdo. Recelosa, no quiso ser su novia y tan solo le solicitó tiempo. Esa misma noche, envuelta en sus sábanas, como un capullo que se resiste a ser mariposa, pensaba: “Todas las mujeres tenemos un sexto sentido para distinguir lo bueno de lo malo. ¿Dónde está el mío? ¿Por qué tengo serias dudas para aceptar su propuesta?”

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