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Andador de Letras: Fórmula invertida | Primera de dos partes

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Mónica Ortiz Sampablo 

—Tienes los ojos tristes— dijo él.

—Lo sé, el mundo entero lo dice, pero mira, mi cuerpo está feliz— respondió ella mientras movía los hombros al ritmo de los tambores.

La fiesta estaba en el punto más álgido, los destellos de la noche eran testigos y cómplices a la vez de la algarabía de aquel gentío en la negrura del carnaval. Los cuerpos se movían frenéticamente al ritmo de los djembes que parecían objetos poseídos, en los que las gruesas manos de los músicos apenas rebotaban. Hombres y mujeres con zancos animaban, rociando bebidas que incitaban a seguir con la fiesta.

Bañados de sudor, se dispusieron a tomar un descanso y poner en calma el corazón. La percusión interna iba dejando paso a las palabras que junto con las miradas buscaban la ruta.

Para Ernesto era fácil soplar su elíxir sobre el oído de las mujeres; si algo le sobraba era labia; además, feo no era, pero eso no le bastaba, sabía que en el antro, en la fiesta o en una simple reunión de amigos llamaba la atención. Ese era el primer paso, lo siguiente era escoger. Al menos una vez al mes, cambiaba de gimnasio con tal de tener un nuevo encuentro. 

Pese al hartazgo de sus amigos, nunca faltaba algún novato que prestaba oídos a sus historias. Contaba que sobre él había caído una extraña maldición que lo condenaba a seguir el rastro de las mujeres indefensas, a las que llamaba “sus magdalenas”. Era fácil encontrarlas, decía, pues en su olor había un hálito de desamparo. Él podía olfatearlas, incluso de continente a continente. Se jactaba de haber sido enviado a la tierra como una especie de redentor, al menos hasta que ellas quisieran.

Todo se daba bajo la creencia de que no le hacía mal a ninguna, sin embargo, las cosas después de un breve tiempo se descomponían; su discurso amoroso tornaba en lo que había bautizado como juegos verbales; luego, ante cualquier provocación, en humillaciones y burlas descaradas. Claro, Ernesto siempre salía bien parado, bajo el argumento de ser él quien las rescataba de su desgracia, y al final se iban, al menos, sabiendo usar los cubiertos y con cierto nivel de cultura general.

—Ayer, mientras llovía, paré mi auto en plena avenida, porque vi a una pobre mujer con el agua hasta las rodillas; su rostro me conmovió tanto que decidí ayudarla. Lo hice sólo con la mejor intención, sin pedir nada a cambio, pero en el auto, no saben, ella insistió en pagar mi amabilidad, no diré más. Un caballero como yo, conoce los límites. 

Saboreaba el vodka mientras un par de muchachos brindaban con él y agradecían las enseñanzas del mentor. Luego de unas copas, recordaba las escenas de sus conquistas y la lengua se le aflojaba.

Habló de Sandra, la de la bonetería; de Andrea, la chica del parque; de la cantante que conoció en una fiesta de quince años; habló también de la quinceañera y al final de Rebeca.

—Entra, estás en tu casa, 

—Sí, pero sólo si me dices tu nombre, respondió ella—, mi madre me ha dicho que no debo hablar con extraños.

—Soy Ernesto, anda, ahora ya no soy un extraño.

—Y yo me llamo Rebeca.

—Lindo nombre—, dijo Ernesto, mientras la atraía hacia él con un movimiento suave y le secaba el rostro.

Ella era una estudiante de fuera, como tantas en esta ciudad, que sin pensar ni querer, había caído en una relación con un tipo que la trataba mal y que la había bajado de su auto, sin motivo aparente, en medio de la lluvia.

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