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Lecturas para la vida: Pequeña narradora siniestra

niña-siniestra
Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Mónica Ortiz Sampablo

La primera vez que narré fue a los niños; después de la clase de catecismo, nos preparaban para hacer la Primera Comunión a los 6 años de edad; las abuelas catequistas nos esperaban impacientes, si alguien llegaba más allá del último repique, era recibido por doña Carmelita, la más feroz de todas las catequistas, quien tenía la mano ya muy entrenada en eso de jalar las patillas; más nos valía llegar a tiempo y recitar sus enseñanzas sin equívocos.

La parte favorita de esas tardes era el final, cuando nos lanzábamos a la calle para jugar antes de que empezara a oscurecer. Luego de tocar un par de timbres de casas vecinas y correr en todas direcciones, nos sentamos a descansar en alguna banqueta. Ahí comencé a contar la historia de don Gaspar, un borrachito del pueblo, al que su mujer siempre le colgaba un escapulario antes de salir de su casa; ellos tenían un compadre que de la noche a la mañana se hizo rico; un día, en plática de compadres salió el tema del porqué de su fortuna; “estoy trabajando para otro patrón”, dijo don Eleuterio; si quiere, un día de estos se lo presento, y así llegó el día esperado para don Gaspar, quien ya llevaba tiempo ahorrando para su yunta.

“Vamos, el patrón nos espera; ¡ah!, pero antes, si trae alguna medalla o algo por el estilo, quíteselo porque al patrón no le agradan esas cosas; pero Gaspar no se acordaba del escapulario. Siguieron hasta encontrarse con el mentado patrón que era un hombre alto, tosco y de pocas palabras; los condujo por una vereda hasta llegar donde los esperaba un banquete; esa noche cenaron puras delicias, Gaspar siempre andaba con hambre así que se “atascó” y de pasito guardó en su morral algunas viandas para su mujer. Al llegar a su casa, estaba dormida. Al otro día, cuando la señora lo empezaba a regañar, Gaspar le dijo: “no me regañes, vieja”; le contó lo sucedido y añadió: “mira, hasta te traje algo para desayunar, está re bueno”, al abrir el morral, lo que salieron fueron sapos, cucarachas, sabandijas y hasta ¡unos pedazos de culebra! La mujer, luego de pegar un grito, entendió que el patrón no era sino el mismísimo chamuco.

Cuando mis amiguitos escucharon esto, ya anochecía; estaban blancos como pambazos, Sandrita lloraba de espanto, dijo que no quería irse sola a su casa, así que tuve que llevarla y después correr entre la oscuridad para llegar a la mía, eso sí, apretando el catecismo contra mi pecho.

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