Antía Alfonso
La ciencia y el terror son dos temas comunes en la literatura de Mary Shelley. La autora inglesa, que alcanzó el éxito literario con la novela "Frankenstein o el moderno Prometeo", se dedicó a explorar en muchas de sus obras algunos cuestionamientos morales y éticos que hasta el día de hoy son capaces de generar debates interminables.
"El mortal inmortal" (1833) no es una excepción. Este relato cuenta la historia de Winzy, un ayudante de alquimista que bebe el elíxir de inmortalidad convencido de que se trata de un remedio para olvidar a Bertha, su amada desde la infancia, que está próxima a casarse con otro.
La vitalidad que adquiere lo vuelve irresistible para la joven, que termina renunciando a todas las comodidades que posee para huir con él, sin conocer su incapacidad de envejecer junto a ella, lo cual termina corrompiendo el amor que sienten el uno por el otro y acarreando una enorme infelicidad a la pareja.
En este, como en otros textos de Shelley, aquello que puede parecer irracional o imposible no es producto de lo divino, sino de lo humano. Así como Frankenstein es un monstruo nacido del experimento de un científico en su afán por ser Dios, la inmortalidad de Winzy es resultado de su desobediencia, pero también de la ambición de su maestro por torcer las leyes que rigen el mundo.
El protagonista está condenado a observar cómo el estado físico y mental de la mujer que adora comienza a deteriorarse sin que él pueda hacer nada al respecto. Cuando Bertha finalmente muere, él no busca rehacer la vida que aún le queda, sino terminarla al convencerse de que aquella es la única forma de escapar del destino fatídico que le espera: ver morir una tras otra a todas las personas que pueda llegar a amar.
El terror de este cuento radica en la soledad y el aislamiento que encierra algo tan utópico como la vida eterna; una, sin la posibilidad de echar raíces, que condena a su poseedor a errar sin descanso, lo cual eventualmente es más horrible que cualquier criatura que pueda habitar las pesadillas.
