Lidia Negrete Esqueda
Después de desayunar, se sentó junto a la ventana, esperando ver a sus padres regresar juntos. Ese día, el jardín lucía adormilado por el sol, que se posaba sobre las copas de los árboles, matizándolo en tonalidades verdes; el gorjeo juguetón de los pajarillos, a ratos rompía el silencio. Pasaron varias horas hasta que vio llegar a su mamá con una caja color plata que tenía grabada una pequeña cruz dorada. Entró en la casa y con mucho cariño la colocó en su recámara junto a un crucifijo y encendió una vela. Con ojos enrojecidos y una sonrisa triste, se dirigió a Toño.
–Tu papá se ha ido, de viaje, muy lejos, se nos adelantó para ir a buscar tus estrellas favoritas; me pidió que vayamos a la playa a casa de tus abuelos y por las noches busquemos las más brillantes; él estará ahí esperando para verte, te ayudará a encontrar las más grandes y hermosas.
El viaje tan esperado llegó.
Toño y su mamá caminan por la playa, es tarde; el sol, como pelota de fuego, va tiñendo de rojo el horizonte; no hay nubes en el cielo, la arena tibia se hunde bajo sus pisadas y las ondas de espuma cual peinetas fugaces les besan los pies; el vaivén de las olas que rompe en la playa se esparcen con la brisa, el agua salada salpica su rostro; se confunde con sus lágrimas, camina junto a su mamá hacia donde el sol se va convirtiendo en un puntito rojo hasta extinguirse como la luz de una vela.
Un manto oscuro profundo cubre el cielo, el sonido rítmico de las olas rompe la paz silenciosa. Al levantar la vista, se sorprenden ante la cantidad de estrellas que observan, tan brillantes y cercanas. Toño busca entre todas hasta encontrar en un par de ellas los reflejos centelleantes de los ojos de su padre.
– ¡Mira mamá, creo que ahí está papá, nos está mirando!
Sonrió y le saludó agitando sus manos; luego, se abrazó a su madre.
Desde entonces se siente menos solo, sabe que su padre lo esperará hasta que él emprenda su propio viaje y puedan estar juntos para siempre.
