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El lector furtivo: Ética y literatura infantil (1a de 2 partes)

nina_con_libros
Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

 

Sobre la literatura infantil —que ha sido la puerta de entrada para muchos de nosotros al mundo de los libros, de los autores y en general de la fantasía— pesan las miradas adultas que pretenden o exigen que estos títulos tengan un fin utilitario, ya sea educativo o como entretenimiento inocuo, que preserve la pretendida inocencia infantil.

Hemos de convenir que el concepto de literatura infantil es relativamente novedoso, puesto que la misma infancia no era sino, al menos históricamente, un momento en el desarrollo del ser humano que tenía que ser pasado lo más pronto posible, debido a que las sociedades premodernas siempre han visto al ser humano como un ser productivo. El mundo entero requería de la participación de esas pequeñas manos, en la recolección y producción de alimentos y de bienes, e incluso en los conflictos bélicos, situaciones que penosamente, siguen prevaleciendo en algunos entornos.

Hasta hace muy poco tiempo, el paso de la edad infantil a la edad adulta se daba de golpe y porrazo al llegar a cierta edad, a veces 12 años y pare de contar —sin adolescencia de por medio—, con un repentino aumento de las responsabilidades, incluyendo la maternidad.

En ese estado de cosas, los ojos del arte pocas veces volteaban a mirar con seriedad a esa joven audiencia, además muy acotada por su escaso o nulo poder adquisitivo. En primera instancia, las grandes obras del canon infantil —Perrault, Los hermanos Grimm, y aun antes, Las mil y una noches—, no eran lecturas que se consideraban hechas para los niños, sino pertenecientes a las tradiciones folclóricas de los diferentes países y así eran presentadas. Fue hasta mediados del siglo 19 que comenzaron a percibirse como historias aptas para la infancia y ya para el siglo 20 se entendían como parte fundamental del canon, bajo la etiqueta de “cuentos de hadas”. Para precisar cómo la visión era muy distinta, baste decir que Perrault lanzó su primera colección de relatos pensando en satisfacer a un público cortesano. Las mismas fábulas de Esopo no tenían como destinatarios a los niños sino a los ciudadanos griegos, quienes podían servirse de las moralejas así transmitidas. Mucha de esta tradición didáctica se conserva en lo que hoy conocemos como literatura para jóvenes audiencias.

En los años 70, Bruno Bettelheim, con su libro "Psicoanálisis de los cuentos de hadas", nos hizo ver la importancia que los relatos infantiles tienen para el desarrollo psíquico y moral de los niños. Historias que a través de generaciones de escucha de relatos orales decantaban de estos sus elementos más llamativos, que coincidían con la expresión de conflictos emocionales relevantes para quienes recién se enfrentan al mundo y necesitan ver reflejadas las emociones que acompañan a todo ser humano en sus primeros años: los temores (Hansel y Grettel), la prevalencia del bien sobre el mal (Blanca Nieves), la injusticia (La Cenicienta), la necesidad de postergar la satisfacción en pos de un bien mayor (El Gato con botas) y finalmente la esperanza en que el futuro le depara felicidad, a pesar de las tribulaciones que pudiera pasar en su vida presente.

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