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DENARIOS: Rasputín

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Rafael Alfonso

Rasputín era un perro grande y peludo de una raza indeterminada. Tenía un pelaje claro y unos ojos azules y expresivos que le valieron el nombre. A pesar de que era un perro callejero, Rasputín era conocido y querido por todos en la cuadra. Todas las mañanas se instalaba como un guardia en la entrada de la calle viendo el ir y venir de los vecinos que le prodigaban comida y caricias. Rasputín devolvía el amor como solo los perros pueden hacerlo, con sus ladridos amistosos y agitando su cola cada vez que un habitante de nuestra calle se aproximaba a su casa.

Parte del cariño que la gente tenía por el perro se debe a que un 7 de septiembre, casi a la media noche, sus lastimeros e inexplicables aullidos despertaron a varios vecinos. La señora Martha y dos de sus hijas, incluso salieron para averiguar qué le pasaba, en eso comenzó a temblar fuertemente. Aunque no ha quedado clara su eficacia, Rasputín se hizo de una reputación de alarma sísmica que lo volvió inapreciable para los vecinos que, bien que mal, se sentían más seguros por tenerlo cerca.

Sin embargo, podíamos decir que, si alguien quería al perro, esos eran los niños. Era muy simpático verlo correteando entre ellos como si fuera uno más. Los niños juraban que le habían enseñado a jugar “El bote”, una suerte de escondidillas en las que el tiempo para esconderse era el mismo que tardaba el buscador en ir a recoger una lata pateada con mucha fuerza. Era muy gracioso ver a Rasputín con la lata en el hocico buscando a los ingenuos.

Un día, Rasputín desapareció. Los vecinos de la cuadra lo extrañaron por las mañanas, pero las prisas habituales de los lunes no les permitieron ponerle mayor atención al hecho. Ya en la tarde fue distinto. No respondió al llamado de los niños y esa tarde ya no jugaron al bote. Al día siguiente ya había una verdadera inquietud. Muchos preguntaron a otros vecinos y exploraron disimuladamente por los alrededores. Para el miércoles, el clima en la cuadra era de verdadera preocupación. Los niños habían salido sin permiso a buscarlo por el fraccionamiento, pero Rasputín no estaba en ninguna parte. Los vendedores de casa en casa trajeron la noticia de que había un perro muerto, encalichado, a la orilla de un camino de terracería a un par de kilómetros de ahí. Cuatro hombres subimos a la camioneta de don Nacho y llegamos al lugar indicado. Había un cadáver, en efecto, apestoso y lleno de moscas, pero no era nuestro perro.

Después de unos días, de la nada, Rasputín reapareció, pero algo había cambiado en él, ya no era el perro amistoso y confiado de antes. Ahora, evitaba a la gente, se escondía detrás de los árboles y corría hacia el fondo de la calle cuando alguien lo llamaba. Doña Martha advirtió algunas lesiones en el lomo del perrito. Cuando nos lo comunicó, los vecinos cooperamos para que recibiera atención veterinaria. La vecina lo cuidó hasta que se recuperó.

Nadie puede decir con certeza qué ocurrió, ni dónde estuvo los días que no supimos de él. Después de su recuperación, Rasputín regresó a la calle, pero nunca volvió a ser el mismo. Ya no era el perro amigable y extrovertido. Los vecinos de todas formas lo aceptaron y algunos incluso dijeron que se habían vuelto más cercanos a él después de su “trauma”.

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