Alejandro José Ortiz Sampablo
Jacinto gusta de conocer el mundo. Prefiere la milpa para resguardarse cuando cae el sol. Desde pequeño esperaba el momento que sus patas tuvieran la fuerza de dejar para siempre las piedras y la tierra.
Le incomoda la sensación de estar sucio. Su compañero inseparable, un trozo de pasto con el que sacude sus largas patas.
—¿Qué se cree éste, de dónde piensa que viene?— son los murmullos que escucha a su paso. Procuraba caminar con la frente altiva, lo más erguido posible. Cuando logró dar sus primeros saltos y disfrutar del roce del viento en su rostro, fue muy feliz.
Le intrigaban los seres que cada tiempo surcaban veloces el campo de alfalfa; le daba miedo quedar atrapado en la red. Sin embargo, era más grande su curiosidad. Un día se armó de valor y se escondió en el morral de uno de ellos.
Alarmado observó cómo cocinaban a sus compañeros para comerlos. Sus patas dejaron de temblar cuando le asaltó una interrogante. ¿Y la popó? El pensamiento fue tan rápido que se imaginó lo jugosito del bocadillo.
—Son seres salvajes y sucios— dijo. No conciliaba la idea que les gustara comer popó de chapulín, pensamiento que no ha podido arrancar de su mente.
Desde entonces deposita sus heces en una hojita verde. Desde las alturas de su milpa, las lanza en la red como ofrenda a esos seres extraños.
Este fue el cuarto y último cuento que escribí en aquel taller de creación literaria que generosamente mi querida maestra Raquel Olvera impartía; me animaba a que siguiera con la escritura de cuentos, a que fuesen tantos que pudiera realizar una antología ilustrada. A decir verdad, sólo porque lo decía ella, me daba la confianza de que valía la pena seguir alimentando la Malicia Literaria; por el momento no lo sé, posiblemente algún día continúe creando personajes. Siempre recordaré la sonrisa y gentileza con la que me animaba a escribir cuentos. Descansa en paz, mi querida Raquel Olvera.
