Mónica Ortiz Sampablo
La temporada de vacaciones terminó; el invierno aún cala por las noches y al amanecer, que si ha sido más o menos frío que otros, no lo sé; lo que sí sé es que tenemos unos bolsillos donde meter las manos para calentarnos, donde tomar unos pesos para beber un café y disfrutar de un pedazo de la tradicional Rosca de Reyes; tenemos la oportunidad de invocar a la ternura o de mirar hacia la calle y ver la tristeza de un niño al que no le trajeron nada los Reyes Magos.
Fueron muchos los pequeños que escribieron cartas llenas de ilusión, algunos sólo garabatearon unos trazos, pero eso no importa porque Melchor, Gaspar y Baltazar tienen la capacidad de entender todo tipo de escrituras. El sábado comprobé que cumplieron los deseos de niños y niñas; sus padres se encargaron de subir a las redes el momento mágico en que sus pequeños caminaban hacia el gran árbol y con auténtico asombro, con un brillo en los ojos, captado perfectamente por el teléfono de alta gama, con una emoción desbordada, miraban los paquetes que descansaban al pie del árbol, como diciendo: ¡ábreme, ya estoy aquí!
Las cartas cumplieron su función, pero al margen de tanta felicidad nos queda pendiente mirar hacia la periferia, y no para ser aguafiestas, sino para palpar la realidad de aquellos que dejaron su carta, pero el viento se la llevó, la lluvia la empapó o simplemente fue robada por un duende malvado, ese mismo que ha arrebatado la infancia a tantos niños.
Pobreza, desigualdad, discriminación, guerra, orfandad, impiden que los niños gocen de una vida plena, mientras ese tesoro llamado infancia deambula como una sombra doliente. En algunos lugares, los niños levantaron su pluma para escribir peticiones para aquellos que se encuentran en situaciones de migración, guerra, calle u orfandad; sin embargo, el destino de estas cartas es todavía incierto. A veces quisiera ser un rey o un mago para poder cumplir con los deseos de esas otras cartas en las que no son juguetes los que se espera al pie del árbol.
