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Denarios: Tortillas de azúcar

Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Petra

La vida ha sido generosa conmigo. Mi esposo y yo hemos logrado emprender un negocio de partes y accesorios para teléfonos y puedo disfrutar de ciertos privilegios. Sin embargo, aquel sabor de las tortillas de azúcar me hace regresar por lo menos dos veces al año a la casa de mi tía Obdulia, que ahora con setenta años, sigue vigorosa y activa.

Llegamos a vivir a un rancho cerca de Pochutla cuando yo tenía siete años. Se llamaba “La Piedra”, porque en la entrada estaba una piedra redonda de río que era más grande que una casa. Había más, pero ninguna como esa. La gente decía que ahí había caído un meteorito y cada piedra era un pedazo.

En ese lugar no había horas de frío, solo culebras ratoneras, iguanas, cuijas, chachalacas y pericos. La serpientes no eran venenosas, pero sí tan grandes, que me daban miedo. Ahí le rentaron a mi papá una choza de bambú con techo de palma.

—Tengo cien hectáreas nomás de pura palma de coco —le dijo el dueño a mi papá. —Aparte la papaya y el limón que tengo sembrados a la orilla del río, y el potrero, que son otras veinte hectáreas. Es mucho gasto y trabajo pa’ mantener las tierras —decía.

Algunos domingos, mis papás nos llevaban al río. Entrar bajo la sombra de los cocoteros era muy bonito, porque se sentía el fresco.  En las plataneras la tierra siempre estaba húmeda. Bañarnos en el río era una delicia.

El rancho tenía además dos veneros de agua que nunca se secaban; en el más grande tomaba agua el ganado. Yo creo que era el más bonito del rumbo, muy grande y siempre verde.

Cerca del rancho vivía una tía nuestra que era viuda, prima hermana de mi papá. Ella tenía tres hijos varones más o menos de la edad de mis hermanos y mía. Nos gustaba ir a su casa, porque entre todos, los juegos eran más divertidos. Cuando caía la tarde, nos servía café. Como no tenía dinero para comprar pan, hacía unas deliciosas tortillas con masa de maíz  a la cual le ponía azúcar, las dejaba en el comal hasta que se cocían semi tostadas, “soasadas” les decía.

—Tomen hijitos, con su café.

En un rato, la palangana de barro quedaba vacía. Cuando nos despedíamos, siempre me hablaba de este modo:

—Andrea, ¿por qué no te quedas con nosotros? Mira que a tu tía Obdulia, Dios nomás le dio hijos varones— y me acariciaba la cabeza.

Mi papá vendía en el parque aguas frescas de las muchas y diferentes frutas que ahí se dan: tamarindo, mango, ciruela, naranja, limón, guanábana y sandía. Entonces, Pochutla era un pueblo grande. Ahora es una ciudad. Mi papá compró un carrito usado, de esos que les dicen “triciclos” para trasladarse  con las cubetas de agua. Mi mamá las tapaba con unos náilons transparentes y los amarraba alrededor de la boca de las latas con unas tiras de hule para que el agua no se derramara. Después de un tiempo, con muchos esfuerzos, mis papás pudieron comprar un triciclo nuevo. Todos estábamos muy orgullosos del logro, porque también nosotros participábamos en la preparación de las aguas.

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