Antía Alfonso
Siempre quiso ser mago. Cuando era niño pidió un conejo por su cumpleaños, pero a los dos días ya lo había cortado por la mitad con un serrucho. Para sus papás ahí terminó el sueño; aún con lágrimas en los ojos le hicieron limpiar el desastre y enterrar al pequeño Misfits.
Como no pudo estudiar magia, a la muerte de sus padres decidió ser astrólogo. Pensó que sería más o menos lo mismo, aunque pronto descubrió que no y quiso regresar a su verdadera pasión, así que devoró todos los libros de hechicería que fue capaz de encontrar en aprendemagia.com.
Como parte de su preparación, colocaba en las paredes cada amuleto y símbolo mágico que iba conociendo a través de sus investigaciones. Así, poco a poco, la casona se llenó de soles de la geometría sagrada, estrellas de cinco puntas, lunas del tarot de Marsella e, incluso, una que otra cruz.
Y no estaba solo en su búsqueda. Bajo la fachada de un club de astrología, lideraba un pequeño grupo de personas que, como él, habían visto frustrada su vocación espiritual. Las fotografías de sus discípulos descansaban en una mesita de la sala. Cuando veía aquellas imágenes pensaba en lo mucho que quería a los miembros de su grupo por animarlo a no desertar cuando lo invadía el remordimiento de aplastar con la mano una que otra paloma.
Sin embargo, entre todos ellos, al que más apreciaba era a Potter (que se hacía llamar así desde adolescente), no sólo por haber comenzado a decirle “Gran Maestro”, sino también por convencer a los demás de darle un pago simbólico por dejarlos entrar al “Cuarto de Luz”, un espacio de tres por tres con el techo tapizado con aquellas estrellas de plástico que brillan en la oscuridad y en cuyo centro se erguía el armario de artilugios.
En Navidad, el universo decidió regalarle una revelación en forma de sueño. En este, un Misfits de aspecto humanoide lo conducía al interior del armario para entregarle el viejo serrucho. Despertó sudoroso y convencido de que había llegado el momento de volver a intentar aquel primer truco, pues solo quitando esa piedra podría abrirse camino hacia la verdadera iluminación.
El siguiente paso sería elegir a uno de sus discípulos para acompañarlo en la travesía hacia el inminente éxito. Ninguno de los integrantes del falso club astrológico se cansaba de rogarle que lo escogiera, así que tal honor fue decidido mediante una página de sorteos en línea; después de todo, “el azar es la mayor de las magias”. El elegido terminó siendo Potter, y tres días después, en punto de las once con once de la noche, se dio por iniciado el espectáculo.
Lo que ocurrió en aquel cuarto fue, por decir lo menos, confuso. La débil luz de las estrellas del techo hizo que tanto el mago como los asistentes tardaran mucho en darse cuenta de que, a medida que se hundía el serrucho, iba formándose un charco espeso bajo el cajón de madera comprado por Amazon. Si Potter no se quejó, fue porque no pudo; había sufrido un síncope en cuanto vio a contraluz la silueta del artefacto que su héroe levantaba triunfante. Al darse cuenta, todos quedaron en un estado de shock que duró hasta que su líder les explicó que el problema había sido su falta generalizada de fe, combustible principal de la verdadera magia. Al final de su disertación, no hubo uno solo de los presentes que no sintiera sobre sus hombros una parte de la responsabilidad.
Entre todos levantaron el desastre (mucho más grande que el dejado por Misfits) y ayudaron a borrar cualquier rastro del fallido intento utilizando técnicas tan cuestionables como efectivas. Al Gran Maestro la tristeza le duró algunos días, aunque después de que Potter se le apareciera en otro de sus sueños, no le quedó ninguna duda de que la próxima vez sería la definitiva. A fin de cuentas, todo lo que vale la pena requiere, además de símbolos y artilugios, un poco de sacrificio.
Semblanza
Antía Alfonso. Guionista y fotógrafa oaxaqueña. Amante del rock viejito y de los viajes improvisados.
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