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Denarios: El relleno para el pollo 

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

Es curiosa la Navidad, no importa dónde uno viva, siempre espera ver caer la nieve sobre las calles, tal es el poder de la iconografía. En Oaxaca, es lo mismo. En una pequeña casa de la colonia Reforma, dos vecinas de edad madura se hacían compañía mientras preparaban la cena navideña.

María, una mujer alegre y sociable, estaba muy emocionada de pasar la Navidad con su hijo, su nuera y sus tres nietos. Había preparado una gran cena con el favorito de la familia, pollo relleno, y había decorado la casa con luces y adornos.

Por su parte, Isabel, una mujer soltera, había perdido a sus padres hace muchos años, y no tenía hijos. Por esta razón, a menudo pasa Navidad en casa de María. 

Esa noche, María estaba en la cocina, preparando los últimos detalles de la cena. Isabel, por su parte, estaba sentada en el sofá, mirando por la ventana.

—¿No quieres probar cómo está quedando?— le preguntó María, ofreciendo un bocado a Isabel.

—No, gracias— respondió la mujer. —Estoy un poco inapetente.

—¿Puedo preguntar por qué?— dijo María.

—No sé. Es la Navidad, siempre espero que pase algo, pero nunca pasa nada.

—Para que las cosas sucedan hay que ponerse en pie y tomar acción— dijo María.

—Y yo, lo único que quiero es hundirme en este sillón hasta desaparecer— le respondió su desanimada vecina.

—¡Caramba, Isabel! Que te levantes y vengas a ayudarme, que el relleno para el pollo no se va a hacer solo.

A la voz de su vecina, Isabel, queriendo que no, se levantó a ayudar. Las mujeres seguían al pie de la letra las instrucciones del recetario navideño, con la salvedad de que donde decía “pavo”, asumían que se trataba de un pollo. El resultado final fue que sobró bastante relleno, mismo que con gusto se sentaron a cucharear, acompañadas por una cerveza navideña, antes de que llegara el resto de las visitas. 

—¡Por la felicidad!— dijo María, después de la tercera cerveza.

 —No lo sé— dijo Isabel.  —La felicidad es un barco que zarpó hace mucho tiempo.

 —No sabía que fueras tan desdichada. ¿Ves por qué es importante creer en Dios?— dijo María.

—No soy desdichada— dijo Isabel —simplemente estoy sola. Por eso me voy mañana a la playa. 

—¡Pues salud por la soledad y la oportunidad de hacer lo que a una le venga en gana! —concluyó felizmente.

El reloj marcó las once de la noche. Y cierta inquietud comenzó a invadir a María debido a que no había llegado su familia. De repente, sonó el teléfono. María corrió a contestar. A la distancia, Isabel pudo observar cómo se dibujaba la contrariedad en el rostro de su vecina. 

—Era mi hijo. Ha peleado con Lucía y… no vendrán a la cena. Creo que ya podemos pasar al comedor.

María y Isabel se sentaron a la mesa para cenar. La cena estaba deliciosa, pero María no podía dejar de pensar.

—Entonces, ¿te irás mañana a la playa?  —le preguntó a Isabel.

—No— respondió la mujer —prefiero quedarme aquí.

—¡Gracias!— dijo María; —pero si cambias de opinión, me llevas.

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