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Denarios: El hombre

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Sebastiana Gómez

Corría el año de mil novecientos cincuenta y siete en un pequeño pueblo donde la mayoría de sus habitantes trabajaba el campo. Era un precioso lugar donde había de todo. Yo vivía con papá, mamá y Tata Lipe como llamábamos a mi abuelo Felipe y ambos nos queríamos mucho. Aunque venían de otro pueblo, el abuelo enterró a sus papás en el panteón del lugar. En ese tiempo, todo el pueblo profesaba la religión católica, había mucho respeto entre las personas y tenían la costumbre de que quienes enterraban a un ser querido en el panteón, tenían que ir domingo a domingo a llevarles flores.

Recuerdo muy bien a mi abuelo, que aparte de cortar las flores de la casa, iba a otras casas a buscar más. Yo le pregunté una vez por qué no cortaba los Tulipanes y me dijo que no, porque eran rojos y que a sus papás no le gustaban, porque donde ellos vivieron, todos eran del partido verde. En ese tiempo yo entendía muy poco de partidos. Un buen día —a decir verdad, ni tan bueno—, le pedí a mi abuelo que me dejara acompañarlo al panteón. Me dijo que sí, pero antes me dijo: pídele permiso a tu mamá.

Después de pedirle permiso a mi mamá y conseguirlo con cientos de recomendaciones, nos fuimos al panteón. Yo iba de la mano de mi abuelo, caminando y brincando feliz. Íbamos primero por el camino de carreta, luego me dijo que teníamos que cortar camino para llegar más rápido, pero el abuelo no contaba con que tenía una nieta muy miona. Caminamos unos cinco metros de ese camino y yo le empecé a decir: 

—Abuelo, pipí.

—Ya mero llegamos— me dijo.

—Abuelo, ya no aguanto- yo insistía.

—Anda— me dijo —entra en ese caminito. No vayas lejos.

—Sí abuelo, no abuelo- le dije.

Entré en el camino indicado; hice pipí, preguntando:

—¿Abuelo, estás allí?

—Sí, aquí estoy esperando- me respondió.

Al momento de pararme, le grité: 

—¡Abueeeloo, un hombre! 

Entonces oí cómo cayó su cubeta de flores y en dos brincos mi abuelo llegó donde yo estaba. Abrí los ojos, para señalarle que, entre el monte, había un árbol con ramas grandes y allí estaba el hombre colgado.

Mi abuelo me abrazó y me cargó, fue por una rama de albahaca, de las que llevaba, me rameó con ella, porque quería que llorara, pero no pude, sólo temblaba. Yo sentí que también él estaba asustado. Así como estábamos, fuimos al panteón. Todo fue muy rápido, parecía que mi abuelo llegó ahí para aventar las flores. En ese tiempo, no lo entendía; después comprendí que, en esos momentos, le causé mucha preocupación.

Regresamos a casa y ya estaba la mesa puesta para el desayuno. Al momento de sentarnos, vieron su cara y mi papá preguntó si había pasado algo; mi abuelo contó lo que sucedió; mi madre se enojó con mi abuelo y no entendí por qué; el sentir del corazón de las madres no se discute.

Después de medio comer, al poco rato me empezó a subir la temperatura; mi madre se asustó y buscaron la forma de bajarme la temperatura con baños de hierbas porque no había doctor. Me cuenta mi madre que  dormía y repetía que “ahí había algo”, señalando cualquier lugar. Estuve así hasta que alguien le dijo que me llevara a Juchitán, que ahí me iba a curar una señora que hacía limpias. 

Así fue, la señora dijo que tenía un susto muy fuerte . Nos quedamos ahí tres días porque las limpias iban a hacerse a la misma hora. Así fue mi primera experiencia con los muertos.

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