Fausta Ibáñez Ríos// Tercera de cuatro partes
En sus sueños, Sofia disfrutaba mucho de todo lo que podía ver en ese lugar tan prohibido para ella; sin embargo, algunas veces en esos sueños aparecían personas horribles, en ocasiones eran monstruos o algún animal peligroso, que la perseguían y la atacaban. Es así que sus maravillosos sueños se le convertían en pesadilla.
Una madrugada despertó llorando porque unos monstruos acompañados de su padre, la descubrieron excavando donde acababa de descubrir unos objetos de piedra. Uno tenía la cara bastante extraña; apenas pudo abrazar su descubrimiento, cuando los monstruos azuzados por su padre se le abalanzaron con gran rapidez; uno le arrebató su figura mientras otro la tomó del brazo amenazante y otro más sacaba el látigo que llevaba en la mano. El dolor del primer latigazo provocó un grito de tal magnitud que la hizo brincar abruptamente del petate en el que dormía.
Al despertar, se soltó a llorar tan desconsoladamente que en unos instantes apareció su padre en el umbral de la puerta para decirle: "¡y ahora, qué bicho te picó!"; ella no dijo nada, solamente que un mal sueño la había despertado y se había asustado mucho. El papá, un poco molesto, profirió estas palabras: "¡Así estará tu conciencia, qué cochinadas andarás pensando!" y sin decir más, se retiró.
El padre no se daba cuenta o no consideraba importante lo que Sofía sintiera. Para él era claro que ella necesitaba mano dura. Desconocía que Sofía había aprendido a no hablar de sus inquietudes, anhelos y temores. A pesar de que solía escuchar muchas veces a sus padres y algunas personas del pueblo sobre historias trágicas de mujeres, interiormente no lograba acallar su anhelo. Así fue que cuando Sofía estaba a punto de cumplir los 10 años, nació Sebastián; y aun con sus miedos de echarse a perder, o que le hicieran algo malo, ¡se llenó de júbilo!
Por fin sus ilusiones comenzarían a cumplirse, brincaba de alegría ante la sorpresa de todos. Nadie imaginaba lo que Sofía comenzaba a tramar.
