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Armando Letras: Cerdo y Brandy | Última de dos partes

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Óscar Tanat

Perro, impresionado por las historias de Brandy, y una vez que Cerdo fue aceptado por la banda, propuso la idea de darles un buen susto a sus amos. Quizá de esa manera salvarían a Cerdo. Brandy no quiso.

—No somos lo suficientemente fuertes; ellos tienen armas, a lo mucho daríamos unas cuantas mordidas antes de que nos pesquen a todos. Lo siento.

—¿Y si los agarramos en emboscada? —propuso Tyoko, el flacucho de la banda, pero el más veloz.

—Esos nunca caminan, siempre traen camioneta —replicó Cerdo.

—Mira carnal —dijo Brandy a Cerdo —lo mejor es que te quedes acá con los salvajes, que ya no te retaches allá con esos amos de mierda.

Pero Cerdo no tenía intención de escapar, de verse como un cobarde. Tendría que buscar el modo de vengar la muerte de su madre. Además, ¿qué haría un cerdo entre esa manada de perros? Sin dientes afilados, y sin velocidad estaría perdido, pensaba que a la larga se volvería una carga, y entonces vendrían los problemas. Aunque quizá, para su venganza, los perros le ayudarían. 

 3

La quinceañera andaba de lentejuelas, pese a estar embarazada, pues la panza se le asomaba entre los apretados pliegues del vestido, sus padres le organizaron un fiestón. Meses antes lo habían planeado. Cuando llegó el momento le dieron cran a una res y a su único cerdo, darían un festín a los invitados. No se les hizo curioso que éste no chillara tanto como la cerda de hace tres años; cuando fue la boda del primogénito de la familia, esa sí les había destrozado hasta los tímpanos. 

Agarraron a Cerdo por sorpresa, lo llamaron como de costumbre para ofrecerle una buena ración de maíz; la niña pequeña lo agarró de la cola y ¡sopas! que le dan cuchillo. El cerdo ni chistó, parecía aceptar su muerte como ningún otro animal lo había hecho en la casucha. Ni siquiera titubeó cuando los niños vinieron a darle los azotes “pa' que se ponga blanda la carne”, según la costumbre en el pueblo. Sólo la más pequeña de la casa, la que todavía no podía decir ni pío, se percató de que había algo anormal en los ojos de ese animal, un extraño fulgor, una vidriosidad en la mirada que no había visto nunca en los otros animales. Incluso vio cómo el cerdo parecía sonreír a la mitad de su masacre; mostraba apenas los dientes mientras se desangraba. 

Perro sólo miró desde lejos; detrás del viejo árbol sin hojas donde depositaban la basura, lloró en silencio. Por más hambriento que estuviera, no engulliría la carne de su antiguo camarada. A través de sus ojos se veía la tierra teñirse de rojo, y a algunos pájaros que aguardaban estupefactos sobre las ramas. 

Luego la olla, los granos de maíz, los condimentos. La cabeza sumergida en agua hirviente y un aroma afrodisiaco. Las mesas bien dispuestas, la música, el vals, las chelas. La sonrisa de los chambelanes que no apartaban los ojos del escote de encaje de la quinceañera. “Pinche Alicia, se está poniendo bien buena”. 

Las múltiples postales en los ojos de la cabeza de Cerdo —ahora sobre una bandeja— no quedarían en el olvido:  la gente saboreando el caldo, la carne pellizcada con dedos inocentes. Los comensales más generosos arrojando a Perro las sobras en el plato, algunas todavía con rastros de carne. Perro sólo las olía, recordaba el aroma del viejo camarada, y se apartaba a las esquinas, cabeza cabizbaja, desde donde no podía dejar de imaginar lo que ocurriría mañana, lo feliz que Cerdo estaría.  

Pinche Brandy, qué sabio había sido el cabrón en sus consejos, qué chingón el asalto a la tlapalería. Apenas había sido ayer.

—¿De verdad quieres hacer esto? —le había preguntado Brandy a Cerdo.

—No tengo alternativa —repuso.

Esa misma noche, la del asalto, la víspera de los quince años,  ladraron hasta el cansancio en honor al valiente. Todos los perros del pueblo lo sabían, nadie acudió a husmear en la fiesta. Cerdo ingirió el veneno a la mañana siguiente, a eso de las seis de la mañana, y a las siete lo mataron. Un día después de los quince años no hubo más festejo que el funeral: cien personas muertas por comer cerdo envenenado, así decían los diarios, incluyendo a los niños, a los amos y a la quinceañera que guardaba en su vientre un cuerpecillo que, de milagro, se había salvado.

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