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Anbador de letras: Desvelar a las muñecas y a las santas

andador-letras1
Foto(s): Cortesía
Redacción

Enna Osorio Montejo

 

Qué necesidad hay…

Y aún así, para celebrar el amor,

el amor ha de destrozarnos primero.

H.D.

Fantaseo con desnudar y acariciar el cuerpo de algunas mujeres de mi familia. Descolocarlas. Provocar en ellas las cicatrices bajo sus mangas de obispo, los quince centímetros de la cesárea, la carne endurecida del perineo agrio después de la episiotomía —porque cuando un hijo corona, y aún no se quiere ser madre, la vagina es un portal inestable entre el ser y la asfixia—.

Provocar las señales del amor cuando ha sido demasiado: costuras queloides en todas las vísceras que se tuercen, calientan y aceleran, revientan, después del desencanto. Y, para los rastros más profundos e imprecisos de la vida, esas marcas que nunca sanan de tanto negarles el reconocimiento y perdón de la mirada. Sueño con arrancarles el cabello, hacer de mi lengua un martillo sobre sus cabezas, martillar. Expuesto el cerebro como nuez, introducir la pinza de mis dedos índice y pulgar entre los nudos del lóbulo temporal, y levantar el polvo. Sí, una tormenta de arena hasta la aridez de sus reinos y claustros.

Desnuda, sumergida en una tina que sin más se vuelve océano, imagino que mi piel es la suya. Andan mis manos en ella con la ternura del amante devoto de cualquier signo de pureza, hasta identificar las manchas de familia y nombrarlas: 

En los tobillos, las venas violáceas de la tía virgen, a la que la uva del pecho se le secó como una pasa de ser tan buena hija. Todos los hombres de la familia la admiran y protegen. Es la madrina de los críos. La quedada.

La semilla parda de la madre santa en mi nuca es una pepita de melanina que pesa como la mirada de su hijo, mi padre. De cargarla en la vida, temo desarrollar una joroba similar a la de la tía; quien al final no quedó tan sola, concibió una muñeca a la que le templó los huesos como espadas.

Justo donde el coxal derecho hace curva y desciende al valle, aprieto el lunar de carne de las mujeres de mi madre. Rebeldes hembras de cadera amplia que bailaron, viajaron y pensaron en ser damas del mundo. Muñecas que guardaron el tweed, la gabardina y los holanes en armarios de caoba, para ajustarse al ritmo regular del corazón con un esposo y algunos hijos. Ellas, las que hablan inglés, las engañadas por un dado falso.

En el seno derecho, reflejo del nombre de la abuela, que es el de mi madre, mío, la fortuna, recuerdo con la palma de la siniestra al buitre que anidó en el cuadrante superior al cobijo de mi axila. Larva de mariposa negra. Cáncer. Dicen los hombres y las otras mujeres, que fue por rencor y ceniza en la boca. Tienen razón. Todos mentimos al amar.

En este indeclinable acto de revelación, considero hincar las uñas con el aburrimiento del amante sobrado de la misma piel, de las lluvias que reblandecen la tierra y de las voces de la santa y la muñeca poseídas por la idea, la más absurda idea, de llegar a ser mujer, como si se hubiese nacido siendo una rana.

Irritar hasta la sangre. En el escándalo rojo repetir el sueño donde dreno todas las herencias; y al amante, sea el padre, el hijo, Dios, un náufrago entre las piernas. 

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