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Macabrona caso: El Jak Mexicano, decían que solo un pobre diablo

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Foto(s): Cortesía
Redacción

La fuerza de una sola mano fue suficiente para estrangular a la desdichada mujer que encontraron muerta en la habitación 216 del Hotel Drigales, en la calle de Mosqueta de la colonia Guerrero. 

Era 20 de septiembre de 1962. En la cultura popular mexicana tenía mucho que se había acomodado el pequeño dato, la información mínima sobre uno de los grandes enigmas policiales de todo el mundo: los asesinatos de prostitutas cometidos en 1888 por un hombre que envió brutales cartas a la policía londinense, firmadas como “Jack”. En la segunda mitad del siglo XX, Jack el Destripador era tan conocido como Peter Sellers o la reina Isabel II, hasta por la policía de la ciudad de México, que, al encontrar aquel burdo mensaje en el espejo, empezó a darle vueltas a la posibilidad de tener suelto, en la capital del país, a un asesino múltiple, aficionado a quitarle la vida, quién sabe por qué oscuras razones, a las desdichadas que, no teniendo modo de ganarse la vida, optaban por dedicarse a la prostitución.

¿Un Jack mexicano? Así lo dejaba asentado el asesino de Julia González Trejo, nombre de la víctima, que pudo establecerse casi por azar. Cuando la policía interrogó a Pedro Madrigal, dueño y administrador del hotel, describió a un hombre que llegó acompañado por la difunta y que se registró como Fernando García. Madrigal aseguró que ese personaje llevaba en la mano un pequeño maletín, “como de médico”. A los gendarmes que interrogaban se les erizó la piel.

El asesino se había llevado casi todas las pertenencias de su víctima; solamente dejó el calzado, un par de zapatillas de charol, y el bolso de mano. Al revisar el contenido de la bolsa, encontraron la tarjeta de visita de un hombre que resultó ser amigo de la muerta. Por él identificaron a Julia González Trejo, y supieron cuál era su periplo nocturno: todas las noches asistía, en busca de clientela, al cabaret Imperio, que se encontraba en la esquina de Allende con Libertad.

Por feo que sonara, era un caso de tantos… con un detalle perturbador: la firma del “Jak mexicano”. Tanto ruido le hacía el gesto a la policía capitalina, que fue el mismísimo director del Servicio Médico Forense, el doctor Miguel Gilbón, quien realizó la autopsia de Julia González. El peritaje también reveló que aquella pobre mujer peleó por su vida, que había intentado defenderse.

Eran años en que la policía operaba con prontitud, o acaso era que sus superiores estaban inquietos ante la aparición de “Jak”. Lo cierto es que, en la madrugada del 21 de septiembre, detectives comisionados para investigar el caso llegaban a una casa humilde en la colonia Agrícola Oriental, donde vivía Julia al lado de su madre. Una larga conversación con los parientes de Julia dibujó la biografía de una mujer que poco conocía de felicidades, y sí de penurias, de malos tratos, de abandono. Con parejas inestables, había ido criando a cuatro hijos. Sus familiares no sabían mucho de su manera de ganarse la vida porque, dijeron, si bien Julia vivía con su madre, sus actividades diarias eran prácticamente desconocidas para su familia.

Es probable que la policía capitalina hallara en el mensaje de “Jak” varios asuntos preocupantes: poco a poco, como quien saca líquido de un gotero, se podía formar una triste colección de mujeres asesinadas en cuartos de hoteles de paso, todas estranguladas. Nadie había caído en cuenta de que eran más de 12 casos, con probables puntos en común, hasta que “Jak” dejó su mensaje con el lápiz de labios de su víctima.

Antes del asesinato de Julia, el caso más reciente era el de una mujer a la que no se había podido identificar, encontrada en una habitación del Hotel Ámbar, ubicado en la esquina de José María Pino Suárez y San Jerónimo. La víctima, de unos 35 años, aparte de estrangulada, había sido golpeada con crueldad.

Tal vez no era tanto la gana de hacer justicia, como el hecho de que el asesino había dejado un reto para Luis Cueto Ramírez, general y jefe de la policía capitalina. ¿Era un homicida múltiple al que las habilidades policiacas de Cueto no habían detectado? Muy probablemente ese fue el impulso que echó a andar la maquinaria policial que empezó a peinar los bajos fondos de la ciudad de México.

Naturalmente, a la fuente policiaca le encantó que hubiera un tipo firmando como “Jak” suelto en los barrios populares de la ciudad de México: le compraron el boleto. Al día siguiente, las secciones policiacas de todas las publicaciones periodísticas empezaron a hablar de “el Jack mexicano”. A todo mundo le quedó clarísimo que el “asesino de mariposillas”, cuando escribió “Jak” en el espejo, no se refería a otro modelo que al célebre pero desconocido asesino inglés. El asunto emocionó todavía más a los reporteros cuando a las redacciones de algunos periódicos llegaron algunos anónimos salidos, aparentemente, de la pluma de “Jak”, y que reiteraban su reto para el jefe de la policía: “Cueto no es pieza”.

El impacto del suceso creció tanto que hasta ameritó una conferencia de prensa donde un psicólogo, Pablo García Rodríguez, especialista del Instituto de Capacitación Criminalísitica, dio un perfil de la personalidad de “Jak”. Al haber dejado un mensaje a la vista de todos, consideró García, podía inferirse que se trataba de un hombre con una enorme necesidad de atención, que había matado con premeditación, pues había sido cuidadoso en no dejar sus huellas en la escena del crimen. Era probable, aventuró el psicólogo, que “Jak” fuera apresado con relativa prontitud para luego hacer declaraciones públicas en actitud cínica, como el muy famoso “Pelón” Sobera de la Flor.

Se interrogó a toda la gente que, en el cabaret Imperio, solía tratar con Julia. María del Carmen Martínez, amiga de la muerta, defendió la memoria de la muerta: “solo trabajaba para sus hijos”. Pudo recordar que la noche de su asesinato, Julia estuvo bailando con un sujeto de aspecto provinciano, que había llegado al Imperio con otro hombre, de baja estatura. Después de un rato de conversación, Julia aceptó irse con el sujeto que la abordó inicialmente, mediante un pago de cien pesos.

La policía prosiguió con su indagación. En el camino, encontraron a Carlos Segura, padre de dos de las hijas de Julia. Segura, que aseguró no saber cuál era la verdadera ocupación de Julia, la visitaba semanalmente y le dejaba algún dinero para sostener a sus dos niñas. Él creía que ella vivía de ser costurera.

La policía volvió con el dueño del hotel, que, al sentir presión, se derrumbó. De hecho, ni siquiera había visto a la pareja. Estaba cenando en su casa, en el último piso del establecimiento, cuando Jak y Julia llegaron pidiendo un cuarto. Los atendió el asistente de Madrigal, Jesús Fabián. Cuando “Jak” dejó el hotel, Jesús avisó a su patrón, porque el hombre se comportó de manera extraña. Subieron a la habitación y encontraron el cadáver de Julia. Asustados, empezaron a darle vueltas al asunto pensando en cómo alertar a la policía sin meterse en demasiados problemas. Acabaron llamando a las autoridades dieciocho horas después del crimen.

La declaración de Jesús Fabián dio más pistas: mediante el pago de 12 pesos, entregó a la pareja la llave de la habitación 216. Los acompañó, y cuando se retiraba, escuchó cómo Julia le pedía a “Jak” el pago por adelantado. Agregó Jesús que el hombre se molestó mucho. Ya se retiraba el empleado cuando Julia le alcanzó a decir: “Cuando venga Carmen, dile que estoy en este cuarto y que me espere”. Tanto Julia como Carmen eran habituales del Hotel Drigales. Pero cuando la amiga de Julia llegó, Jesús y el dueño del hotel le dijeron que ella no había andado por ahí esa noche. Después, todo se les vino abajo. Por unos días, Madrigal y Fabián fueron considerados los principales sospechosos del asesinato.

El 28 de septiembre la prensa amaneció con la novedad de que se había encontrado a “Jak”, que resultó ser un policía preventivo, placa 2301, registrado como Fernando Ramírez Luna, pero resultó que en realidad se llamaba Macario Alcalá Canchola.

Fernando o Macario era un pobre diablo, al que en su vida nada le había salido bien. Fue soldado de infantería, policía raso en diversos cuerpos de vigilancia. En todos los casos, por descuidado, por inepto y por mala conducta, lo habían corrido. Recién había ingresado a la Escuela de Capacitación de la Jefatura de Policía para reingresar a la Preventiva. Vivía en un cuarto de vecindad en Libertad 61, en Peralvillo. Sus vecinos contarían que estaba separado de su esposa y que era usual que anduviera por ahí en estado de ebriedad.

El 19 de septiembre, Tras cobrar su primera “decena” como policía en capacitación, Fernando o Macario se fue a comer tacos con unos compañeros. Luego, insistió en que fueran al Imperio para bailar y ver si encontraban mujeres. Con rapidez se emborrachó. Sus amigos lo perdieron de vista por espacio de una hora, y luego volvió con ellos. Al día siguiente, en la escuela, los compañeros advirtieron los grandes arañazos que llevaba en la mano. “Tuve una bronca”, se desafanó. Y luego les contó: “anoche, sacaron a una señora del cabaret y la ahorcaron”. Después, los colegas de Fernando declararían que se les hizo raro no ver nada en la prensa del día siguiente. ¿Cómo se había enterado su amigo?

La policía rastreó a todo aquel que la noche del crimen hubiera estado en el Imperio. Por eso dieron con los policías preventivos, y con Fernando contando un chisme del que nadie podía haber estado enterado.

No bien lo aprehendieron para interrogarlo, Fernando o Macario se desmoronó. Reconoció el crimen, pero pasaron horas para que explicara los sucesos, porque, dijo, después del asesinato de Julia agarró una borrachera de tres días y no recordaba nada.

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