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La siniestra “viuda negra” que mataba con arsénico

La siniestra “viuda negra” que mataba con arsénico
Foto(s): Cortesía
Infobae

“Sé que cuando me muera iré al cielo y veré a Jesús”, fueron las últimas palabras de Judy Buenoano y, por su tenor, se podría pensar que se trataba de una monja con la vida entera dedicada a hacer el bien.

Las pronunció el 30 de marzo de 1998, pero no en la cama de un convento o en la sala de un hospital sino mientras transitaba el corredor de la muerte para sentarse en la silla eléctrica de la prisión estatal de Starke, en el estado norteamericano de Florida.

En minutos, cuando se accionara el interruptor que daría lugar a la descarga eléctrica que sacudiría su cuerpo hasta la muerte, se transformaría en la primera mujer ejecutada en el Estado de Florida en un siglo y medio. Desde 1848, cuando una esclava llamada Celia fue ahorcada por matar a su amo.

Buenoano, de 54 años, estaba condenada a morir desde 1985 por haber envenenado a uno de sus maridos en 1971, pero no era ése su único asesinato. También había matado a un hijo discapacitado y a otra de sus parejas.

Lo había hecho siempre por dinero, el de los seguros de vida de las víctimas, por lo que en los medios se la llamaba la “viuda negra”.

“Judy personificaba la maldad”, declaró a los periodistas cuando el cuerpo inerte de Judy todavía estaba caliente en la silla el agente especial Robert Cousson del Buró de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF), quien, con ayuda del detective Ted Chamberlain del Departamento de Policía de Pensacola, se encargó de investigar vida y obra de la “viuda negra” del Estado de Florida.

 

El agente Cousson recordó también que Buenoano nunca había reconocido sus crímenes y, como dato de color para las crónicas, informó que para su última cena había sido saludable, con brócoli, espárragos, una fruta y un té bien caliente.

También dijo, como si para él fuera importante, que a Judy le faltaban cinco días para cumplir 55 años, pero que ya no llegaría a celebrar su cumpleaños.

 

Infancia abusada y errante

 

Judy Buenoano nació como Judias Welty -ése era el nombre que estaba escrito en su acta de nacimiento- el 4 de abril de 1943 en Quanah, Texas. Contaba que su infancia había sido difícil, sobre todo después de que su madre muriera cuando ella tenía cuatro años.

Decía que su padre, por entonces, se había ido a vivir con otra mujer y que, por eso, se la fueron pasando como una pelota entre los parientes primero y después por distintas familias sustitutas, en algunas de las cuales había sufrido abusos físicos y sexuales.

Cuando tenía diez años, su padre y su nueva mujer la reclamaron, pero según Judy, en esa casa la había pasado peor que con las familias sustitutas y los parientes, porque la golpeaban por cualquier motivo. Al final se la sacaron de encima y fue a parar a un reformatorio de Nuevo México, de donde salió a los 16 años.

Al año siguiente, en 1961, quedó embarazada en una relación ocasional y nació su hijo Michael. Para entonces Judy había conocido a un joven aviador, el sargento de la Fuerza Aérea James Goodyear, con quien se casó en 1962 y tuvo dos hijos más, James y Kimberly.

 

Debido al trabajo de su marido, Judy continuó con su vida errante, ahora entre las bases aéreas a las que destinaban a James. Para 1969, la familia estaba en Orlando, Florida, cuando Goodyear fue asignado a la Base de la Fuerza Aérea McCoy. Allí, Judy se quedó sola con los chicos, porque a Goodyear lo mandaron a Vietnam, a la guerra, de donde volvería sano y salvo en 1971.

 

Viuda por partida doble

 

El sargento Goodyear había tenido la suerte de esquivar las balas en Vietnam, pero al poco tiempo de regresar a Orlando y a su familia comenzó a sufrir una rara enfermedad. Se mareaba y se sentía debilitado. Los médicos de la base pensaron que se trataba de síntomas de un estrés postraumático, producto de la guerra.

El hombre murió en septiembre y el médico de la base firmó un certificado de defunción que especificaba como causa un ataque cardíaco.

Con su marido muerto, Judy ya no podía quedarse viviendo en la vivienda asignada por la Fuerza Aérea, pero para su consuelo, antes de partir, cobró 28.000 dólares de un seguro de vida que Goodyear había contratado a su nombre y un cheque de 64.000 dólares de la Administración de Veteranos de Guerra.

Con ese dinero se mudó a Pensacola, también en Florida, donde puso una peluquería y no demoró en conocer a otro hombre, Bobby Morris.

Decidieron compartir vivienda, pero sin casarse, y cuando al hombre le salió un trabajo en Colorado, Judy no vaciló en cerrar la peluquería y trasladarse allí con sus hijos. De esa época, Judy siempre dijo que habían sido una familia feliz.

Pero la mujer -o mejor dicho, sus parejas- parecía perseguida por la desgracia. A finales de 1977, Morris empezó a sentir mareos y a sentirse débil, sin que se pudiera encontrar la causa. Murió al año siguiente y el certificado de defunción pareció calcado del de su anterior marido: ataque cardíaco.

Eso llamaría después la atención de la justicia, pero Estados Unidos es un país muy grande y Colorado queda lejos de Florida, así que nadie conectó los dos casos.

Como la “esposa de hecho” de Morris, Buenoano cobró silenciosamente tres pólizas de seguro de vida separadas contratadas sobre su vida y volvió a Pensacola, Florida.

 

Al regresar, cambió su apellido original, Welty, por “Buenoano”, una traducción gramaticalmente incorrecta al español de “Goodyear” (buen año), el de su primer marido.

 

El turno del hijo

 

Para esa época, el hijo mayor de Judy, Michael tenía 18 años y, quizás inspirado por el recuerdo de su primer padre adoptivo, se alistó en el Ejército, pero estuvo pocos meses allí. Durante el entrenamiento se enfermó y los médicos militares le diagnosticaron “envenenamiento por arsénico”, lo que le salvó la vida por un tiempo debido a que, en lugar de seguir viviendo en la casa de su madre, fue a parar al hospital militar.

El tratamiento evitó que muriera, pero no las secuelas del veneno, que le quitó movilidad en los brazos y las piernas. Para poder andar, tuvo que utilizar aparatos ortopédicos de metal. En esas condiciones regresó a la casa de Judy.

A los ojos de las relaciones y los vecinos, Judy se desvivía por su hijo discapacitado. Lo cuidaba y atendía todas sus necesidades. Solo lo dejaba, cuando trabajaba en la nueva peluquería que había vuelto a abrir.

Un fin de semana de junio de 1980, Judy comentó en el barrio y en la peluquería que llevaría a Michael a navegar en bote por el East River para que se distrajera, porque el pobre chico se pasaba casi todo el día encerrado en la casa.

Ocurrió, entonces, otra desgracia. El bote volcó y Judy pudo nadar hasta la costa. Allí, desesperada, empezó a gritar que la ayudaran a salvar a su hijo, que se había hundido y ella no lo había podido sacar nadando por el peso de los aparatos ortopédicos.

Se recuperó el cadáver del río y Judy lo enterró desconsolada. Un mes después cobró un seguro de vida por 125.000 dólares que ella misma había contratado para su hijo y en el que figuraba como única beneficiaria.

 

El tercer marido fue la vencida

 

El dolor por la muerte del hijo no le impidió a Judy abrir su corazón a un nuevo amor. John Gentry la conoció en un café, donde estaba tomando un café de riguroso luto.

“Estaba allí, en el bar, vestida toda de negro. Creí que era muy sofisticada y femenina, no del tipo de las mujeres que aparecen en las portadas de las revistas sino con muy buen gusto”, la describió Gentry a sus amigos poco después de conocerla.

Se casaron y no pasó mucho tiempo antes de que Gentry se sintiera mal. “Estaba muy cansado todo el tiempo. No tenía energía y tuve que hospitalizarme”, le contaría después el hombre a la policía.

En realidad, tuvo que internarse en el hospital dos veces en apenas seis meses. Cuando volvió de la primera internación, Judy le dijo que había conseguido “unas vitaminas C especiales” que lo ayudarían a recuperar la energía.

Pero en lugar de ayudarlo, Gentry empeoró. Contra la voluntad de Judy, que le decía que en ningún lugar lo cuidarían tan bien como en su casa, una mañana fue hasta el hospital para que lo atendieran. Lo encontraron tan débil que quedó internado.

La noche del mismo día en que le dieron el alta a Gentry y volvió a su casa, Judy le dio una noticia inesperada. Le dijo que estaba embarazada, que tendrían un hijo. Le pidió, también, que para celebrar fuera a comprar una botella de champagne.

El hombre salió presuroso y se subió al auto. Cuando accionó la llave para ponerlo en marcha, explotó.

 

La investigación

 

Gentry no murió por la explosión y la ambulancia -llamada por un vecino- llegó lo suficientemente rápido para llevarlo con vida al hospital. Mientras el hombre se debatía entre la vida y la muerte, la policía empezó a investigar el caso. Los peritos descubrieron restos de un explosivo, pero era imposible saber quién lo había colocado.

Claro que Judy quedó en la mira como sospechosa, pero sin ninguna prueba en su contra. Descubrieron que había intentado matar a su marido cuando Gentry se recuperó y le contó al agente Cousson de la ATF -que intervenía porque había explosivos en el caso- que había estado internado dos veces antes y que creía que unas “vitaminas” que le había dado Judy eran la causa.

Le dijo también que había guardado dos de los comprimidos en la casa, que estaban en su mesa de luz. La policía de Pensacola obtuvo una orden de allanamiento y las encontró.

El examen de los comprimidos no dejó dudas: contenían paraformaldehído, un veneno de clasificación III, el cual era menos potente que el arsénico.

Además, en su declaración, Gentry informó que él y Judy habían contratado seguros de vida individuales por 50 mil dólares, nombrando cada uno beneficiario al otro. Después, la investigación descubrió que Judy había contratado otra póliza por 500 mil, a nombre de Gentry y con ella como beneficiaria.

La detuvieron de inmediato, la “viuda negra” había caído.

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