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El Matamendigos, despiadado en serie obsesionado con la muerte

detenido
Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Agencias

Lo maté. Estuvimos bebiendo en un parque al lado del cementerio y tomando pastillas, me las pedía el cuerpo para poder hablar mejor. Luego le dije dónde íbamos a dormir y en el cementerio sentí las fuerzas, me daban impulsos, cogí una piedra y le di en la cabeza, le quemé con periódicos y me fui a dormir al coche”. 

Así describió Francisco García Escalero a las autoridades uno de sus crímenes. Durante años mató y quemó de forma cruel a varios indigentes . La Policía no lograba dar con el ‘Matamendigos’, un asesino en serie que sembró el pánico en la ciudad de Madrid a finales de los ochenta.

Tras perpetrar su último asesinato, el homicida quiso suicidarse lanzándose a un coche, no lo consiguió y terminó en el hospital. Fue allí donde confesó sus fechorías. Por primera vez, los médicos lo creyeron. Anteriormente, nadie le dio importancia al tener esquizofrenia pero, aquella tarde, Escalero se liberaba por fin de las “voces” que lo incitaban a matar.

Entre las tumbas

Nacido en Madrid el 24 de mayo de 1954, Francisco García Escalero residió durante toda su infancia y adolescencia a pocos metros del cementerio de la Almudena. Aquello marcaría para siempre su personalidad, así como sus gustos por la muerte y la necrofilia. De padres agricultores, estos tuvieron que dejar Zamora para emigrar a la capital. Se instalaron en la calle Marcelino Roa número 36 donde sus vecinos destacaban los problemas constantes de aquella familia.

El padre, albañil de profesión, y la madre, limpiadora en una empresa, trataron de dar una buena educación a Paco, pero este siempre conseguía librarse de la escuela y hacer novillos. Se pasaba las horas paseando entre las tumbas del camposanto, algo que crispaba a su padre.

 

No era lo único que llamaba la atención de su extraño comportamiento. El pequeño sufría de manía persecutoria, creía que los vecinos le hostigaban y que hablaban de él a escondidas. También tenía tendencias suicidas, sentía el impulso de autoinfligirse golpes y cortes, o de tirarse sobre el capó de vehículos en marcha. Todo ello le costó brutales palizas por parte del padre que trataba de enderezarlo con mano dura. Aquellos malos tratos también hicieron mella en el carácter del melancólico Paco.

“No era como los demás, hacía cosas que no estaban bien”, aseguró Escalero, “no me gustaba estar con la gente, me gustaba ir a sitios solitarios y se me pasaba la idea de matarme… De pequeño también me ponía delante de los coches… A los 12 años me atropelló uno”.

A los catorce años se escapó de casa y comenzó a beber alcohol, prácticamente un litro de vino diario. Fue una época en la que “ya tenía ideas raras, paseaba por las noches con un cuchillo. Me gustaba entrar en casas abandonadas y no sé por qué. Miraba por las ventanas de los pisos para ver a las mujeres y a las parejas de novios. Me masturbaba”.

Para sobrevivir comenzó a delinquir cometiendo pequeños robos. Uno de ellos, el de una motocicleta, le llevó al reformatorio. Pero al salir en 1973, continuó con su carrera delictiva esta vez agrediendo sexualmente a una mujer. Ocurrió en el cementerio de La Almudena cuando Escalero asaltó y atacó a una pareja. Tras golpear al muchacho, violó a la joven y se dio a la fuga, pero lo detuvieron poco después. Le condenaron a once años de prisión.

La cárcel sirvió para acrecentar sus delirios. Pese a no ser un preso conflictivo sino todo lo contrario (siempre fue un reo modelo), Escalero llenó sus momentos de soledad con una tétrica afición. “Cogía los pájaros y animales muertos que me encontraba y me los llevaba a la celda. Me sentía más a gusto”, relataba.

Además, se hizo varios tatuajes, entre los que destacaba el de su brazo derecho. Consistía en un tumba de color azul que contenía el siguiente epitafio: “Naciste para sufrir”. Aquella leyenda dejaba entrever la situación mental por la que atravesaba Escalero y a la que nadie prestó atención.

Las voces

Tanto es así que cuando salió de prisión con treinta años, el criminal vio cómo su futuro era del todo incierto. Sin formación ni trabajo, sin el apoyo de familiares o amigos, sin un lugar a donde ir, el joven comenzó a mendigar y a consumir cantidades ingentes de alcohol. Esa mezcla propició que ni siquiera él mismo se reconociese.

“Oía voces interiores, me llamaban, que hiciese cosas, cosas raras, que tenía que matar, que tenía que ir a los cementerios”, explicó a los forenses que lo examinaron. “Me miraba a los espejos, como si no fuera yo, no me reconocía. Llegué a pensar que podría ser un espíritu, otra persona que se había metido en mí”, recalcó.

Además, la muerte de su padre en 1985 fue la gota que colmó el vaso. Ese sentimiento de frustración por no tener pasado alguno al que aferrarse le hizo estallar. A partir de aquí, inició una ascendente escala de violencia y cometió sus primeros asesinatos.

Los inició el 11 de noviembre de 1987 cuando mató a una indigente a la que narcotizó, acuchilló, cortó la cabeza y violó una vez fallecida. Siempre seguía un mismo patrón: elegía a otro mendigo con el que compartía el alcohol comprado previamente con el dinero de las limosnas. La bebida le hacía entrar en un estadio de ira irrefrenable que explosionaba en ataques violentos. 

Entonces, se valía de cualquier objeto punzante para apuñalarlos por la espalda. Una vez muertos efectuaba toda clase de mutilaciones y los quemaba con cartones y colchones viejos. Solo en el caso de que fuesen mujeres, además profanaba sus cuerpos y practicaba la necrofilia.

Nadie lo creyó

Escalero no tenía una zona concreta donde cometer los crímenes, pero sentía predilección por los camposantos o los lugares religiosos. Los restos de tres de las víctimas los abandonó en un pozo de la Cuesta del Sagrado Corazón, otros en un solar de Arturo Soria próximo a la iglesia de Santa Gema, en un descampado en el distrito de Hortaleza e, incluso, al lado de las vías del tren.

A Mario Román González le machacó el cráneo en 1987; a Juan Cámara Baeza lo cosió a puñaladas en 1988; a Ángel Heredero Vallejo le golpeó en la cabeza, le cortó las yemas de los dedos y lo semidecapitó cerca de unas vías del tren al año siguiente; a otro indigente, Julio Santiesteban, le cortó el pene y se lo puso en la boca tras decapitarlo en mayo de 1989.

El Matamendigos alternaba este festival de vísceras y navajazos con orgías necrófilas en el cementerio de la Almudena. Cada cierto tiempo, se saltaba la tapia del recinto para profanar tumbas, sacar algunos cuerpos y abusar sexualmente de ellos. Detrás de aquellas agresiones se escondía una sexualidad atormentada. De hecho, la Policía lo pilló varias veces con las manos en la masa y lo envió al Hospital Psiquiátrico Provincial de Madrid pero, al poco tiempo, volvían a dejarlo salir.

Una de ellas fue el 15 de diciembre de 1990, cuando Escalero explicó a los médicos que tenía la necesidad de matar. Nadie lo creyó y continuó asesinando mientras las autoridades buscaban a otro culpable.

Uno de los forenses que lo examinó, Juan José Carrasco, aseguró que “el problema de Escalero es que no estaba ingresado ni recibía tratamiento. Permanecía en el espacio de la marginación. Falló él, pero también el resto de la sociedad. La red sociosanitaria no supo prever ni evitar las consecuencias de su locura”.

Tras cada homicidio, ‘el Matamendigos’ forzaba su regreso al psiquiátrico y, entre hipidos, revelaba los crímenes. “He matado a alguien”, les decía. Pero nadie le tomaba en serio. Hasta que en septiembre de 1993 intentó suicidarse abalanzándose sobre un coche en marcha en la carretera de Colmenar. Las voces que escuchaba se lo ordenaban. Tan solo se rompió una pierna.

Durante su estancia en el Hospital Ramón y Cajal relató a las enfermeras el último de sus crímenes: la víctima número once, Víctor Criado Martí, de 34 años, un compañero del psiquiátrico al que golpeó con una piedra y quemó su cadáver con periódicos. “Las voces siguen. Se ríen de mí. Me dicen que quieren sangre”, contaba al doctor Carrasco.

Aquella “fuerza interior”, como él la denominaba, lo empujaba a asesinar y ya no lo soportaba más. Suplicaba que lo detuvieran y, en cuanto el personal sanitario del hospital dio parte a la Policía, varias unidades se personaron y lo arrestaron. En cinco años, Escalero actuó con total impunidad.

En febrero de 1996, la Audiencia Provincial de Madrid declaró al acusado culpable de 11 asesinatos, una agresión sexual y un rapto, pero lo absolvió al considerarlo un “enajenado mental”. El tribunal, presidido por el magistrado José Manuel Maza, ordenó su reclusión bajo tratamiento sanitario en el psiquiátrico penitenciario de Fontcalent (Alicante) donde, cada seis meses, informaban sobre la evolución del reo. La única manera de salir de allí era curándose y con todas las patologías que tenía, los médicos lo daban por imposible.

El 19 agosto de 2014, el temido asesino en serie de indigentes murió al atragantarse con un hueso de ciruela en su celda.

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