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Hallazgos montaña adentro

Foto(s): Cortesía
Redacción

Mónica Ortiz Sampablo / Última de cinco partes


Eran niños de escasa estatura, con el cuerpo casi desnudo; también estaban desnudos de palabras. Melquisedec no se dejaba intimidar, los rodeaba con cautela, las criaturas no les quitaban la mirada de encima. “No son duendes” gritó a sus compañeros con la voz temblorosa; el rosto cubierto de lágrimas hizo que los otros hombres bajaran la guardia al verlo levantar en brazos a uno de los pequeños.


Lo reconoció por una marca de nacimiento, el niño pataleaba y emitía sonidos guturales, era su hijo al que hacía ocho años el Alas de petate se había llevado. Los otros niños golpeaban el suelo dando brincos; en ese momento, hasta el hombre más hosco buscó al hijo arrebatado; la escena parecía sacada de un cuento de horror, pero inspirada en la ternura. Las criaturas no reconocían, los hombres desesperados buscaban a toda costa rasgos que pudieran identificar su parentesco, muchos buscaron en vano.


Allá en la aldea donde cada vez había menos pobladores, el pájaro aleteaba sobre los techos de lámina, buscando la oportunidad para el saqueo de algún tierno bebé. Las mujeres fueron valientes, pero el ave era obstinada. No sabíamos si era de día o de noche, así fue por varios días en los que preferimos no salir. Mi abuela velaba mi sueño, yo me cubría de pies a cabeza; dentro de las cobijas el brillo del amuleto que me había dado la comadre me daba otro tanto de seguridad. Esa noche soñé con una mujer que me miraba desde el agua de la fuente, un rostro que se confundió con el mío cuando recién llegamos a esa comunidad.


Cuando me desperté les conté sobre mi sueño, la comadre no se sorprendió, pero le dio gusto saber que la protectora del pueblo había llegado y en ese momento me pidió el amuleto, tomó la resortera que pendía de un tronco, abrió la puerta, la luz entró de golpe. Mi abuela y yo nos quedamos en el umbral, vimos cómo se precipitaba el ave, escuchamos el estruendo de su cuerpo negruzco al caer.  De las casas salieron las mujeres, los niños con su algarabía aplaudían, del pecho del ave brotaba la luz de la piedra que le dio muerte, las alas extendidas abarcaban el ancho del camino. Allá a lo lejos vimos que se aproximaban los hombres alzando en hombros a los niños que encontraron montaña adentro.


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