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Coetzee, tras aires de libertad

Foto(s): Cortesía
Redacción

CIUDAD DE MÉXICO.- Bajo la sombra, en un edificio contiguo, John Maxwell Coetzee escruta a la fila de académicos que están por entrar al auditorio principal de la Universidad Iberoamericana. Los divide un pasillo de sol intenso que hubiera resultado insoportable bajo su toga negra y la estola rojiblanca.


Donde sea que el Nobel de Literatura sudafricano haya escrito el discurso de aceptación del doctorado honoris causa que lo convocó, ofrecido por seis instituciones del Sistema Universitario Jesuita, ya imaginaba la escena.


"No escapará a su atención que, en un día caluroso en las Américas, yo esté usando la vestimenta académica de la universidad europea de la Edad Media tardía", leería después ante los presentes. "Una vestimenta que es muy colorida, pero incómoda y nada práctica".


Habrá risas por todos lados, pero no del galardonado. El autor de novelas poéticas que desgarran, como Esperando a los bárbaros, Desgracia y Vida y época de Michael K, se conducirá siempre con serenidad absoluta.


Coetzee apenas intercambia palabras o modifica su rostro antes de hacer su entrada.


"¡Ahí está!", grita uno de los fotógrafos, y señala a la porción de sombra que comparte con el Rector David Fernández Dávalos y el director del Departamento de Filosofía, Pablo Lazo. Ante el enjambre de cámaras que lo cercan, Coetzee sólo mira intrigado, como si los dividiera un vidrio.


"Tengo vívidos recuerdos de estar sentado en largas ceremonias de graduación en Sudáfrica, bajo un abrazador sol de verano", dirá. La traducción es buena, pero no captura la poesía añorante de una aliteración del Nobel: blazing summer sun.


Largo, con la barba y cabello canos, el escritor camina hacia el escenario, con la vista siempre al frente, sin reparar en quienes le aplauden. ¿Habrá venido Coetzee a México sólo a reflexionar sobre la extrañeza de los ritos universitarios?


Ya lo esperan, vestidos como en otro siglo, los rectores de las Universidades Iberoamericanas de la Ciudad de México, Puebla y Tijuana, de la Universidad Jesuita de Guadalajara, del Instituto Superior Intercultural Ayuuk y de la Universidad Loyola del Pacífico.


Con erudición, diserta sobre el origen mercantil de las universidades medievales y la idea que, de pronto, introdujo en ellas el humanismo del Renacimiento.


"Es a la idea de la universidad como hogar de alto aprendizaje y la investigación libre a la que le rendimos tributo, pienso, cuando nos vestimos con ropas medievales y representamos rituales medievales", lee.


Coetzee, lacónico e impenetrable, pertenece a ese otro sitio: al de las ideas altas, muy lejos del ritual.


La conclusión provoca sonrisas y aplausos de admiración: "Teniendo en mente la bella idea de la universidad como el lugar del alto aprendizaje, acepto este honor de la Universidad Iberoamericana con profunda gratitud".


A la salida, todos beben champaña; Coetzee, sin éxito, intenta terminarse un vaso de agua, pero se lo impiden las fotografías y las selfies. No cambia su rostro para ninguna de ellas.
Empleados de la Ibero lo siguen nerviosamente para que no le pidan entrevistas o le den a firmar libros, como él mismo pidió. Un muchacho, sin embargo, se escabulle entre la gente y le pone enfrente un volumen gastado de La vida de los animales.


La encargada de prensa abre grandes los ojos y se apresura hacia el frente, con las manos por delante. Pero no pasa nada: Coetzee toma la pluma y, sin preguntar el nombre de su lector, le firma la página abierta.


En su rostro, al entregar el libro, se dibuja una imagen insólita: una media sonrisa.


 

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