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María Izquierdo, el alcatraz disidente de la pintura en México

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Sergio Navarro

 

Rivera alza una ceja, enrolla el boceto y lo regresa a manos de ella. No añade nada, ni una sola palabra; con una simple gesticulación condena el proyecto. Orozco se frota el muñón del brazo izquierdo dando gracias de que el cuete no le haya volado ambas manos y Siqueiros, asomando medio rostro tras una columna churrigueresca, espera verla colapsar, caer de rodillas, rogar por una reconsideración, pero ella templa su postura.

María guarda el documento en un tubo de cuero, levanta la vista buscando enfrentar la mirada de Rivera, pero encuentra dos párpados cerrados, dos telones que intentan encubrir razonamientos infundados, igual que las cortinas de una tienda de supercherías. Y entonces María, ante el testigo invisible de la historia, traza con el lenguaje de una época futura, ocho atinadas palabras: “Es un delito ser mujer y tener talento”. Rivera se encoge de hombros.

A un ápice de iniciar el siglo XX, San Juan de los Lagos ve nacer a la mejor de sus hijas. Un origen casi simbólico porque su vida tomará forma en otras partes. A temprana edad, la imposición familiar de un matrimonio solo viene a retar al espíritu inquieto que mora en ella, y a menos de siete años de sobrevivencia conyugal, con todo en contra, rompe el lazo. Entonces, María empieza a forjar su vida en serio, a romper moldes de sometimiento social y a construir una firmeza de género que le sobrevivirá. Su feminismo es inherente, emerge como lava desde el fondo de su cámara magmática y se esparce sobre un barrial apisonado por los hombres. De la misma fuente brotarán sus colores, esa gama tan personal que se autonombra, y existe, solo cuando ella pinta. “Muy a la María Izquierdo”, apuntan los críticos, llevando el trabajo de la artista hasta el Art Center de la ciudad de Nueva York, junto con el crédito de ser la primera pintora mexicana en exponer fuera del país.

Sus años al lado de Rufino Tamayo, a veces como amante y otras como alumna, o maestra, formarán un cúmulo de intercambios y aprendizajes. El pintor la cambiará por Olga, una estudiante de música de rostro criollo, sin complicaciones existenciales mayores y más adecuada a las necesidades del pintor. Tamayo quedará diluido en la vida de María y a no ser por los rastros de influencias recíprocas en sus pinturas, su asociación con él será irrelevante. Pasó, igual que el fluir de las aguas de un cántaro, dejando una inicial frescura programada a secarse. Entonces, la pintora revive con nuevos bríos y abraza su género con amarres insolubles: la mujer como elemental protagonista y fuente naciente de la vida. Diverge de los muralistas e inicia una labor reivindicativa donde el color y la imagen armarán composiciones iconoclastas, más cercanas al ambiente histórico y a la realidad inmediata del mundo femenino. Su pintura será “a la María Izquierdo”.

Como si fuera niebla del Sena, Antonin Artaud aparece. El rostro pálido, alargado y ceroso, porta un par de luces azules en vez de ojos. Sus ropas desgastadas, casi como alquiladas a un mendigo, combinan perfectamente con la geometría de su cuerpo desalineado. Escuálido, exhala uno de sus mandamientos existenciales al toparse con María y a partir de ese encuentro, en la Galería de Madame Amour, el inventor de El Teatro de la Crueldad quedará contaminado de la radiación creativa que emana de la pintora. Desde un sillón con respaldo estilo Luis XV, el poeta y francés, solo alcanzará a decirle "tu es surréaliste" tres segundos antes de regurgitar sobrantes del licuado de peyote con mamey. María va hacia él, se quita del cuello la mascada oaxaqueña que le regaló Rufino, y le limpia el vómito.

Para poder enterrarla tuvieron que cambiarle el nombre al lugar: de Rotonda de los Hombres Ilustres pasó a ser Rotonda de las Personas Ilustres. Después de 57 años, sus restos fueron a dar allí, a esa absurda cápsula de inmortalidad, donde tibias antagónicas esgrimen batallas eternas y los cráneos, llenos de ecos del pensamiento, confunden sus argumentos. Allá está un muralista, acá un contemporáneo, no lejos está un mártir —ah, cómo gustan los mártires— y aquí, aquí bajo esta tierra de nadie, entre 110 hombres y cinco mujeres, contra su evidente desaprobación, está María Izquierdo.

El mural que debió ser

Leonardo Pino

La maestra María Izquierdo (* San Juan de los Lagos, Jalisco, 30 / X / 1902; + Ciudad de México, 2 / XII / 1955), firmó un contrato, en el año 1945, para pintar un mural en el Palacio del Ayuntamiento del entonces Distrito Federal, de 155 metros cuadrados.  El tema a abordar era “El progreso de la ciudad de México”. La artista plástica bocetó el papel esencial de la mujer en el progreso del país, descartando como objeto de su obra el rol protagónico de los sempiternos héroes masculinos en la historia patria. En pleno avance del proyecto, habiendo ya contratado ayudantes y armado los andamios necesarios, la encomienda fue cancelada; le exigieron la devolución del adelanto, no le reconocieron ninguna indemnización y le ofrecieron otros espacios de menor visibilidad.

La autoridad argumentó razones técnicas, pero un rumor, acrecentado con los días, señaló a Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros como instigadores del rechazo, al argumentar, en un desplante machista, que no era posible dar ese trabajo a una persona, según ellos, de “poca experiencia”. María Izquierdo no aceptó el atropello machirulo de los entonces popes de la plástica nacional y los señaló ante la prensa, como detentadores del monopolio en la pintura mexicana.

La obra que debió ser, ya es un mural de 7 x 4 metros que retrata a la mujer trabajadora del Estado de Oaxaca, ocupada en la producción del maíz. Fue plasmado en el barrio de Jalatlaco de nuestra ciudad, por un colectivo de mujeres y presentado en público, el 8 de marzo de 2021, Día Internacional de la Mujer Trabajadora.

“La materialización de 'El mural que debió ser', no tiene una autoría con apellido: pertenece a todas las mujeres que participaron, a las que se identifican con la postal urbana y a las que continuarán la expropiación de espacios públicos en busca de una vida libre de violencias”, señaló a medios de información, la curadora de arte y una de las principales impulsoras del proyecto, Dea López.

La obra presenta rasgos diferentes con el boceto original, como la feminización total de los personajes; en el bosquejo de Izquierdo aparecían algunos hombres que fueron retratados como mujeres y niñas, vestidas todas con representaciones de textiles oaxaqueños. 

Fue un gran homenaje y desagravio póstumo a María Izquierdo, que fue la primera artista en colocar en el centro de la producción artística a las mujeres.

En 1947, la maestra Izquierdo escribió un texto que resume el espíritu de su obra: “Me esfuerzo para que mi pintura refleje al México auténtico que siento y amo; huyo de caer en temas anecdóticos, folklóricos y políticos, porque dichos temas no tienen ni fuerza plástica, ni poética y pienso que en el mundo de la pintura, un cuadro es una ventana abierta a la imaginación humana”.

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