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San José, entre las Nubes

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por: Filiberto Santiago Rodríguez

Por casi tres años, la pandemia del Covid nos había convertido en ratones que no salían de su ciudad, devenida en madriguera. El miedo y el olor a muerte que barrían las calles, inmovilizó los cuerpos de mi familia. Atrancamos las puertas de nuestras historias, como si así pudiera detenerse la dispersión del virus.

Pasada la contingencia, platicando con mis hijos, tocamos el tema y convenimos salir juntos un par de días a algún lugar cercano, pues todos tenían que regresar a sus trabajos. Propusimos tres lugares, y por votación ganó San José entre las Nubes.

Llenamos de gasolina los tanques de los autos. Salimos casi al medio día, de un día de octubre. El trayecto se hace en casi tres horas, según la pericia del chofer. Los automóviles, como máquinas del tiempo, poco a poco nos fueron alejando del concreto, del ruido y del humo que sofocan a las ciudades.

 

Cruzamos Ánimas Trujano, un pueblo tan pequeño como una lenteja que tiene una iglesia a orilla de la carretera y que es agobiado por el continuo murmullo de los aviones que aterrizan en el aeropuerto que se encuentra a un costado. Recordé al actor japonés Toshiro Mifune, quien, en 1960, filmó en este municipio la película "Ánimas Trujano", nominada a un Oscar y que, hasta la fecha, sigue siendo un referente de la problemática del indigenismo mexicano.

A Ocotlán lo rodeamos por su periférico, para ahorrar tiempo, y cruzamos Ejutla de Crespo. Me imaginé que en el aire flotaba el espíritu de Manuel Sabino Crespo, cura insurgente durante la guerra de Independencia. Ejutla quiere decir “El lugar donde abundan los ejotes”. Seguro que esos campos estuvieron llenos de plantas cuajadas de esa leguminosa. Ahora es un pueblo dedicado mayormente al cultivo de la jícama y a la fresa.

Devorando kilómetros, llegamos a Miahuatlán de Porfirio Díaz. Hace tiempo que no pasaba por esta población que lucha por alcanzar el grado de ciudad sin conseguirlo. Mis ojos lo ven como un pueblo desordenado y anacrónico. Una capa de polvo lo va enterrando poco a poco con obras inconclusas, que parecen haber comenzado cuando se fundó el pueblo y que serán concluidas el día del juicio final.

El valle termina a poca distancia. Al subir la sierra, el aire empieza a enfriarse. En esos bosques se levantan pinos largos y estirados compitiendo entre ellos por ver quién alcanza primero el cielo. Una mullida cama de juncia ocre cubre los suelos rocosos por donde se deslizan tímidos hilos de agua fría. Se aparecen por aquí, desaparecen por allá,  jugando a las escondidas.

De nuestra estancia de dos días, nos trajimos los aromas del bosque, del humo con olor a pino, del café y del té de manzana. A nuestra piel se nos pegaron los sabores del pan de la sierra, de las mojarras y de los embutidos que ahí se elaboran. Nos vestimos de las imágenes de los árboles gigantescos, de las veredas que parecen perderse en el mar verde del follaje, de las cabañas de madera, de los magueyes que vigilan los caminos y de las flores silvestres que cubren los suelos húmedos.

Salimos de vuelta a las siete de la noche. A lo lejos, las luces parpadeaban y las columnas de humo confundidas con la niebla se elevaban al cielo en señal de despedida. Lancé un suspiro y quise alzar la mano para decirles adiós, pero San José entre las Nubes pronto se había quedado atrás.

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