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Roald Dahl y el valor de su madre en su literatura

libro
Foto(s): Cortesía
Redacción

Mónica Ortiz Sampablo

Una mente traviesa, el humor afilado y la irreverencia de conducir con inocente gesto a los niños a la lectura de historias, en las que el proceder del adulto es evidenciado y no precisamente de forma ejemplar; son algunos de los aspectos que me llevaron a leer a Roald Dahl y lo convirtieron en uno de mis escritores favoritos.

En el par de notas dedicadas a este escritor británico, me centraré en uno de los pilares más fuertes, tomando en cuenta nuestra celebración del Día de las Madres; un homenaje y reconocimiento a quienes nos dieron la vida y forjaron con sus métodos en mayor o menor medida, el carácter que nos hacer ser como somos.

Es curioso que cuando leemos una novela, un cuento, un poema, nos centramos mayormente en el contenido del texto; casi no pensamos en la madre de quien, con su notable pluma logró tal creación, por la que invariablemente nos veremos atravesados. De manera personal considero que en algún punto de la escritura, ya se trate de hombre o mujer, aparecerá con fuerza o quizá solo de soslayo la figura materna. En el caso de Dahl, la encuentro al menos en dos de sus obras en español:  "Boy" (relatos de infancia) y "Volando solo"; sé que hay una edición en la que se recoge la correspondencia entre él y su madre, "Love from Boy", solo editada en inglés.

Dalh tiene un encanto especialmente amoroso al referirse a su madre, desde que comienza a presentarla; fuerte y tierna a la vez, generosa y enérgica. Su padre se casó con ella poco tiempo después de quedar viudo y con dos hijos; ella los recibió, tuvo cinco más, sin embargo, una de sus hijas falleció, y al poco tiempo su marido también. Quedó entonces con cinco  y embarazada. Su maternidad era una fortaleza, miró de frente y tomó decisiones que beneficiaran a cada uno de sus vástagos. En su libro "Boy", su madre aparece incontables veces: Sofie Magdalene Hesselberg, a quien Roalh escribiría cartas desde los 9 años en su habitación del internado St. Peters, donde ella lo llevó en taxi, con la marca personal de su nombre bordado en cada prenda, con un cajón particular lleno de tesoros y golosinas. “Desde el primer domingo y hasta el día en que murió mi madre, 32 años después, no dejé de escribirle una vez por semana […]; mi madre por su parte guardó todas y cada una de las cartas, atándolas cuidadosamente en pulcros legajos con cinta verde”.

Continuará el próximo miércoles…

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