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Moustache

mujer-deprimida
Foto(s): Cortesía
Redacción

Conchita Ramírez de Aguilar

—Hola, Julita, ¿ya la encontraron?

Es la frase que dicen los amigos y familiares de mi niña Miriam, al entrar corriendo a la casa. He perdido la cuenta del número de veces en esta semana que he abierto la puerta, desde que Miriam perdió “su tesoro”.

La casa, antes tan ordenada y limpia, es ahora un gran desastre. Todos los muebles se han movido una y otra vez; cuadros descolgados, cajones de estanterías, cómodas y clósets abiertos, con los objetos que antes guardaban esparcidos por el piso; la ropa de Miriam aventada sobre su cama, bolsas abiertas, en fin, esto es una locura.

No entiendo lo que pasó, desde hace algunos años que decidió independizarse de sus padres y me invitó a venirme con ella, hemos vivido con mucha tranquilidad. Cierto es que tuve que adaptarme a sus ideas, que a mí me parecen muy extravagantes, como colgar la ropa en el clóset de tal manera que cada prenda se vaya usando en forma progresiva, de derecha a izquierda; las toallas se colocan intercalando los colores y siempre usa la que está hasta abajo; cuando acaba de trabajar en el estudio, recoge todo lo que ocupó y lo coloca en el lugar correspondiente, dejando el escritorio libre y muy limpio.

Miriam sale a trabajar muy contenta todos los días, a la Agencia de Viajes que abrió al terminar su carrera de Administración de Empresas. Sus empleados la quieren y respetan, a pesar de sus exigencias y manías. Ella conoce a las familias de cada uno, y sus nombres, porque acostumbra visitarlos en su casa el día de su cumpleaños, siempre con un obsequio que elige según los gustos e intereses de cada quien.

Viaja mucho y siempre trae un recuerdo de cada lugar que visita. Hace algunos meses, al regresar de uno de sus viajes, entró a casa emocionada, gritando:

—Mira Julita, el tesoro que encontré; no sé qué hay en él que me encantó. Ten, puedes verlo.

Me acercó una cajita, la abrí, y al ver el contenido, lo que ahí estaba -una pequeña piedra-, no me pareció nada valioso, sin embargo, le dije que estaba bonita.

A partir de ese día, la cajita se le hizo imprescindible; dormía con ella, la llevaba al baño, la colocaba sobre la mesa a la hora de los alimentos; cuando recibía a sus amigos en casa la ponía muy cerca de ella, donde pudiera verla y tocarla. Por supuesto, antes de salir a trabajar se cercioraba de que la cajita estuviera dentro de su bolsa.

La semana pasada, al abrir la puerta, me encontré con Ignacio, su chofer, quien, un tanto nervioso, me comentó que Miriam me pedía buscar en su recámara la cajita, porque la había olvidado. Subí a buscarla y al no encontrarla, le dije a Ignacio que le comunicara que no estaba en su recámara. Un rato después, escuché al teléfono la voz de Miriam, angustiada, desesperada, indicándome que dejara todo lo que estuviera haciendo y me dedicara únicamente a buscar por toda la casa “su tesoro”. Un poco más tarde, escuché un portazo y la vi subir las escaleras como un bólido, al tiempo que me preguntaba:

— Julita, Julita, ¿ya la encontraste?

Mientras le decía que no, la abracé y tratando de calmarla, le dije que pronto aparecería.

Continuará el próximo sábado.

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