Gregorio Melgar Valdés
El joven se estremeció, pero guardó la compostura.
–Sigo pensando que es usted una mala jugarreta que alguien me está haciendo– le dijo.
Ella volvió a sonreír mostrando su albea dentadura.
–Sí, eso quisieran muchos, que fuera, “una mala broma”, últimamente he tenido mucho trabajo, y para ser “guasa”, ya les resulto demasiado seria– volvió a reír.
Siguió “la tempestad de frases vanas”. El hombre pensó que como charada era una hermosa “mofa”, y como compañía, resultaba agradable por el momento.
Hacía mucho que no había charlado con nadie, que no fuera de su trabajo o de problemas familiares. La mujer reía y hacía preguntas, Alberto contestaba o fingía contestar.
Se habló de la pobreza, del hambre, de las drogas, de los malos ricos, hasta de religión y filosofía que tanto apasionó a la visitante. Pronto, el dueño de la casa advirtió que en el ambiente se esparcía un aroma peculiar, que emanaba de la guapa dama. Ella se percató y decidió terminar la charla.
–¡Bien, apuesto joven! -este apenas cumplía los 30 años-. He pasado un agradable rato, pero no basta. ¡Hay que marchar!– dijo ella sin dejar de sonreír, esa fue su característica durante toda la visita–. ¡Debes acompañarme, Alberto!
–¿Quién le dio mi nombre?, ¿el que la contrató? Perdón señora– inquirió él–. No puedo ir con usted a ningún lado, amo a mi familia, mi trabajo, soy feliz y trato de dar felicidad, no aspiro a más que ver crecer a mis hijos.
La mujer dejó ver una pequeña mueca reflexiva, no más.
La visitante de largo vestido blanco se puso en pie.
–Bien, es todo, es hora de partir. Acompáñame a la calle, necesito respirar aire fresco y frío– le dijo.
Sin musitar, con un repentino y fuerte dolor en el pecho, bajaron juntos las escaleras que los separaban de la calle.
Ya fuera, sobre la acera, una ráfaga de aire gélido los envolvió, ella aspiró profusamente y se acercó al joven, le dio un beso en la mejilla que le heló los huesos y después… ¡ambos siguieron su camino!
FIN
