Por Rafael Alfonso
“Tenemos unos resortes secretos en el corazón que, movidos por algún objeto, presente o ausente, que se muestra ante nuestra imaginación, impulsan nuestra alma con tanta fuerza hacia ese objeto, que su ausencia se vuelve insoportable”.
Estas palabras de Daniel Defoe (en boca de su héroe), nos remonta a la tradición de los grandes viajeros de la literatura mundial, Odiseo y Simbad, por nombrar a los más sobresalientes. En ellas descubrimos lo que, a juicio del autor, es la motivación primaria para emprender el camino incierto de la aventura.
Más allá de la figura del náufrago escocés Alexander Selkirk -cuya estancia en una isla desierta sea probablemente la fuente de inspiración de la obra que hoy nos ocupa-, es claro que la tarea del autor literario rebasa la simple consignación de hechos.
¿Podemos ignorar hoy en día que el sentimiento descrito por Defoe -y que fuera el "talón de Aquiles" de Simbad, sea un mecanismo avasallador, capaz de llevar a ciertos sujetos a las acciones más intrépidas, ignorando comodidades y estabilidad, e incluso, como quien dice, "arriesgando el físico", todo en pos de “algo” que se encuentra más allá de las fronteras conocidas?
Esta novela titulada originalmente como: “La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe marino de York” y que se anunciara en un principio como relato autobiográfico, fue considerado por Jean-Jacques Rousseau como el único libro recomendable para la educación de los jóvenes. A juicio del intelectual francés, la supervivencia y el dominio de la naturaleza eran materias necesarias en la creación de un hombre verdaderamente ilustrado. Cierro este artículo con otra contundente lección en las siguientes palabras del mismo autor: “Nunca sabemos ponderar el verdadero estado de nuestra situación hasta que vemos cómo puede empeorar; ni sabemos valorar aquello que tenemos hasta que lo perdemos”. Las aventuras de Robinson Crusoe se desarrollan entre estos dos polos.
