Carla Bravo Priego
Primera de dos partes
En un fraccionamiento de la ciudad de Xalapa, vive Luis con Lidia, su mamá, y su perrito Rocko. Luis es un niño de 10 años, estudioso, alegre, que disfruta mucho de jugar con su perro a quien valora y contempla como miembro de su familia. Luis suele ayudar por iniciativa propia a su mamá con algunos quehaceres de la casa; actividades en las que emplea su tiempo, ya que no tiene que ir a la escuela porque la ciudad está en cuarentena debido a un peligroso virus con gran potencial de contagio.
Rocko es un perrito pequeño de raza Beagle con manchas grandes de color café y negro, de grandes orejas que parecen bailar al aire cuando corre; de carácter juguetón, travieso, saltarín y de veloz carrera. Le gusta perseguir pelotas, mariposas y como buen guardián emite un fuerte ladrido cuando una persona, perro o gato se acercan a su casa; con peculiar energía mueve la cola cuando Luis llega a su casa o juega con él.
El verano casi termina y aunque todavía hace mucho calor, con frecuencia llueve intensamente, lo que hace que se aneguen las calles. La humedad permite disfrutar de una abundante vegetación, hermosas flores y majestuosos arcoiris en el horizonte.
Por las tardes, después de que Luis estudia y ayuda a su mamá, disfruta jugar con Rocko en el patio, con la pelota, su hueso y su juguete favorito con forma de papas a la francesa, que al oprimirlo hace el típico sonido del patito de hule. Cabe destacar que entre ellos existe una gran conexión y solo una mirada basta para comunicarse; Luis jamás pudo comer algo frente a su compañero sin tener que compartirlo después de percibir aquella mirada suplicante con un destello de ternura.
Una mañana soleada, llegó un vendedor a entregar fruta y despensa que Lidia había pedido por teléfono a fin de evitar el riesgo de contagio en la calle; mientras llevaba la compra a la cocina, olvidó cerrar la puerta de la calle; a lo lejos se escuchó el tintinear de las campanillas del nevero.
Continuará el próximo lunes…
