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José Emilio Pacheco, por JEP

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Leonardo Pino

“Pasé la mitad de mi infancia con mis abuelos en Veracruz. Ellos me enseñaron a leer. Obsequio a mi aplicación fue un resumen infantil de '¿Quo Vadis?', el primer libro que leí.

Como la mayor parte de los niños prehistóricos que apenas conocieron la televisión y los comics, recorrí la obra completa de Emilio Salgari; en cambio Verne y Dumas no me entusiasmaron. Hice muy pronto novelitas de piratas, precursoramente acompañadas de dibujos (habilidad que en seguida perdí).

Alumno distinguido en la primaria, mis intereses culturales entraron después en prolongado receso. Porque tuve una adolescencia de lo más 'normal' —en la medida que puede ser 'normal' la adolescencia—, contra lo que uno tiende a imaginarse al escribir sobre la propia niñez y pubertad. Pues hay siempre el peligro de inventarse un personaje terrible que ve jugar a los demás, atormentado por su inteligencia precoz.

Ese niño que nunca fuimos, descubre una noche de viento y de lluvia un secreto que es el origen de su vocación literaria. Claro, 'siempre existe un momento de la infancia en que al abrir una puerta dejamos entrar el futuro' —como ha escrito Graham Greene. Para mí ese momento se sitúa muy lejos: en el descubrimiento de que existía una biblioteca dentro de mi casa, o mucho más tarde, a los quince años, cuando tuve la fortuna —común a varios escritores mexicanos— de encontrar un maestro excepcional: Enrique Moreno de Tagle. Nos hizo descubrir a nuestros autores, leerlos, comentarlos.

Incontenible, durante todo el 56 escribí cuentos y obras de teatro que asesté a Moreno Tagle, a Broido, con saña particular, a mi primo Carlos Ancira, víctima además de mi compañía en sus ensayos y programas de televisión.

Conocí entonces a Emilio Carballido y el estímulo de su severidad fue decisivo. Carballido me presentó a Sergio Magaña, me señaló la conveniencia de asistir a la clase de composición dramática que Rodolfo Usigli había legado a Luisa Josefina Hernández.

En pocos meses redacté aproximadamente cien sonetos, cincuenta décimas, innumerables versos blancos. Al mismo tiempo concluí una pieza sobre la 'Decena Trágica'. Luis Josefina Hernández opinó, con justa razón, que no funcionaba para la escena: podía llevarla en cambio, a la Editorial Novaro que gustosamente iba a incluirla entre sus comics. Así enterró a perpetuidad mis intenciones dramáticas.

Por Moreno de Tagle acababa de conocer al poeta Elías Nandino quien, con ejemplar generosidad, resolvió abrir en su revista 'Estaciones' un suplemento dedicado a los (entonces) jóvenes.

Ahí se iniciaron dos 'constantes' de mi vida: el trabajo de redacción, la escritura de notas y reseñas. Cuando Nandino me dio a comentar los primeros libros, respondí que me parecía ridículo juzgar con mi inexperiencia a los demás. Insistió en la utilidad de esos juicios o resúmenes de mi labor personal.

A los dieciocho años era, aunque hoy nadie lo crea, un rebelde-sin-causa-de-la-literatura, y arremetí neciamente contra todos los grandes escritores mexicanos —a excepción de Vasconcelos-. Viejo amigo de mi padre, solía comer algunos sábados en casa. Su personalidad me fascinaba; admiré, sigo admirando, su Ulises criollo. La misma fascinación y el repudio a sus ideas políticas impidieron que me acercara a él.

Fruto como siempre de la ignorancia, esa iconoclasia se desvaneció al iniciarse mi amistad con Monsiváis y con Juan García Ponce. Monsiváis dirigió conmigo el suplemento de 'Estaciones'; entre las muchas cosas que le debo está el haberme hecho leer sin prejuicios a Alfonso Reyes.

García Ponce me transmitió su admiración por Octavio Paz; me hizo conocerlo y tratarlo. Mi deuda hacia Paz no tiene término y crece a cada nuevo libro que publica. Su poesía y su prosa han hecho que comience el descubrimiento de lo que quiero decir; me han iluminado, para decirlo con una palabra que le es grata.

Diariamente, por dos años, agobié a Paz en su despacho de Relaciones. La misma impagable, generosa paciencia con que me escuchó sin demostrarme nunca que le quitaba el tiempo, tuvo para mí Carlos Fuentes cuando ya 'La región más transparente' le había dado su primera celebridad.

En 'Estaciones' conocí, asimismo, a José de la Colina; tiempo atrás leía con entusiasmo sus cuentos en la 'Revista de la Universidad'. Colina me descubrió a Joyce, Faulkner, Conrad; también a Julio Cortázar y Alain Robbe-Grillet, por esos años casi desconocidos en México.

Simultáneamente, Sergio Pitol me daba a leer los relatos de Borges. Mi devoción respecto a Borges fue tan fervorosa como torpe. Cometí la ingenuidad de querer imitarlo. A veces siento que sobrevaloré a Borges o quiero liberarme de él. Lo releo y vuelvo a quedar en la misma inocencia deslumbrada de 1958. Exactamente lo que me ocurre con su enemigo Pablo Neruda, con Vallejo, con Carpentier…”.

*Fragmento de la participación de JEP en el ciclo "Los narradores ante el público”, 1965. (Publicado en FB José Emilio Pacheco: textos a la deriva, 26 / XI, 2022).

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