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El lector furtivo: La ternura de Óscar Wilde

oscar_wilde
Foto(s): Cortesía
Redacción

Rafael Alfonso

 

Gran parte de la popularidad de Oscar Wilde obedece a un talento narrativo peculiar que implica la profusa generación de emociones. Sus cuentos fueron capaces de tocar la sensibilidad de varias generaciones. Entre ellos los más sentimentales, escritos en el periodo en que fue director de la revista El mundo de la mujer, alcanzaron una popularidad extraordinaria, de modo que a muchos de nosotros nos son familiares historias como El ruiseñor y la rosa, El gigante egoísta y El príncipe feliz en donde la ternura patética juega un importante papel. Muchos podrían calificar estos cuentos de cursis (subjetividad no compartida, diría Monsiváis), pero lo cierto es que poco hay que reprocharles en cuanto a su efectividad.

El ruiseñor y la rosa

En el corazón de un estudiante pobre se inocula el amor por una chica quien, quizá pecando de superficial, acepta ir con él al baile a cambio de una rosa roja. Pero no hay un rosal en todo el jardín que pueda proporcionarle al enamorado una esperanza. Un ruiseñor, testigo de todo, se ha propuesto ayudar al desconsolado estudiante a conseguir una oportunidad.

El ruiseñor pregunta al rosal si hay un medio de conseguir una rosa roja en medio del invierno, a lo que el arbusto responde con estas escalofriantes palabras: “Hay un medio, pero es tan terrible que no me atrevo a decírtelo”, y es que dicho medio implica un sacrificio de sangre que finalmente el ave está dispuesta a ofrecer.

El gigante egoísta

En esta fábula, el gigante del título es dueño de un maravilloso jardín florido, pero se niega a compartirlo con los niños que juegan en él. Los niños son expulsados de ese pequeño paraíso y se ven obligados a jugar en la carretera. Sin embargo, el gigante pronto se dará cuenta de que el jardín se marchita inexorablemente sin la presencia de los niños.

El príncipe feliz

Quizá el más excelso de todos los relatos de este ciclo de ternura sea El príncipe feliz. Una estatua estofada en oro celebra la vida de un príncipe de quien se dice nunca conoció el llanto. Es el llamado Príncipe Feliz que se pondera como ejemplo para que los niños no lloren. Sin embargo, la estatua colocada en un lugar alto de la ciudad es testigo de todas las penurias y sinsabores que aquejan a la población. De nuevo, un ave -en esta ocasión una golondrina perdida que no ha estado a tiempo para emigrar junto con sus hermanas a tierras cálidas-, traba una tierna amistad con el Príncipe Feliz y se convierte en su emisaria llevando a los menesterosos, una a una, las pequeñas hojuelas de oro que cubren la estatua, con el fin de aliviar sus miserias.

Ciertamente este ciclo de ternura de Wilde contradice la visión estereotipada del macho a quién se ubica casi exclusivamente como penetrador y proveedor, y siendo mujeres y niños víctimas indefensas de la brutalidad masculina, cito aquí a Luis Carlos Restrepo en su ensayo “El derecho a la ternura”.

Por otra parte, el pathos, según la Retórica de Aristóteles es el uso de los sentimientos para afectar el juicio de un jurado. Wilde se jactaba de afectar de forma similar a su público para ganarse su favor, en congruencia con los postulados del Arte por el Arte. El triste final de algunos de sus cuentos están en consonancia con el patetismo que dominó las últimas dos décadas del siglo diecinueve.

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