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Denarios: Rolando y la bicicleta

Niño en su bicicleta
Foto(s): Cortesía
Alejandra López Martínez

Filiberto Santiago Rodríguez

Desde lo alto de la montaña, parecía que el llano había sido acuchillado en rectángulos perfectos. Algunos eran verdes, otros se mecían en un baile amarillento y unos más se pintaban con un color café de tierra oscura. A un costado de aquel valle, en el fondo de la barranca, se deslizaba un río. Era tan viejo, que solo le escurrían algunas lágrimas de agua. Junto al camino estaba Rolando, un niño de 12 años mirando las entrañas del precipicio. Por el miedo, su cuerpo temblaba como un amasijo de carne sin huesos. Sus ojos, ciegos por el sollozo, no lo dejaban ver; solo sentía que su bicicleta se había hecho pedazos allá, en la garganta de aquel río moribundo.  

Hizo memoria y recordó lo feliz que fue ese domingo de marzo.  Entonces cumplía 10 años y sus padres, desde muy temprano, habían preparado el desayuno. Mientras se bañaba, los aromas se metían por debajo de la puerta inquietando a su nariz y boca. Su madre preparaba chocolate cada que había algún cumpleaños. Al terminar con la última migaja, como hacen las hormigas, le cantaron las mañanitas.

—¡Ahora viene la gran sorpresa! —le dijo su padre.

—Te vendaré la cara para que no veas el regalo —le dijo su madre, mientras le enrollaba un trapo negro sobre el rostro. 

Lo llevaron al patio de la casa y ahí le descubrieron los ojos. La miró recargada sobre el tronco del árbol de tamarindo. Tenía el mismo color del chocolate que había saboreado unos minutos antes. Corrió a abrazar a sus padres, demostrándoles su agradecimiento, de la única forma en que un niño de 10 años puede hacerlo. Un chorro de lágrimas bajaba por su rostro y con una voz cortada en minúsculos trocitos, decía: 

—¡Gracias por la bici, papi!, ¡Te quiero, má! 

El niño recuerda que ya sabía manejar cuando le regalaron su bicicleta. Sus primos le habían enseñado qué hacer para no caerse. En las tardes, después de ir a la escuela, hacer sus tareas y ayudar a sus padres, salía a pasear en su bicicleta color de tierra. Como si fuera una avalancha de rocas, Rolando se deslizaba desde lo alto de la cima de la colina hasta la llanura. Cruzaba los arroyos bañándose con las perlas transparentes de la brisa y recorría las veredas que bordeaban los campos amarillos de trigo.

Por ser un pueblo muy pequeño, solo existían dos maestros. Uno atendía a los alumnos de primero y segundo. El otro profesor les impartía clases a los de tercero y cuarto grados. Para cursar el quinto año, Rolando pedaleaba en forma diaria seis kilómetros hasta el pueblo más cercano. El camino se asentaba sobre una planicie que iba zigzagueando las pequeñas colinas. Al niño le parecían ranas gigantes tomando el sol durante el día, para volver al río por la noche.

La tarde de un viernes regresaba de la escuela. Al salir de una curva, no supo de dónde salió un perro queriéndolo morder. Perdió el equilibrio. Él cayó al suelo. Su bici se fue al barranco rodando...rodando... y rodando. 

Ahora su bicicleta se encuentra hecha pedazos allá, en la garganta de aquel río moribundo.

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“Como si fuera una avalancha de rocas, Rolando se deslizaba desde lo alto de la cima de la colina, hasta la llanura”.

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