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Denarios: Naomi

santo
Foto(s): Cortesía
Redacción

Javier Sarmiento Jarquín

Hace poco regresé a Oaxaca, después de estar fuera 18 años, ejerciendo mi profesión en una institución de salud. Caminaba por el Andador Turístico de la calle de Alcalá, disfrutando del agradable clima de una tarde luminosa y de la belleza de nuestra ciudad, admirando los edificios coloniales —sobre todo el majestuoso ex convento de Santo Domingo de Guzmán—, observando el ir y venir de los transeúntes, muchos de ellos turistas, extranjeros y nacionales. De pronto, después de mucho tiempo, la volví a ver. Para ser exactos, han pasado ya 25 años. Estaba allí, parada, esbelta, hermosa, elegante al vestir, discretamente maquillada solo para resaltar las líneas de su rostro, su nariz respingada, sus labios delgados exactamente delineados por el color carmesí, mientras la cabellera ondulada caía sobre sus hombros.

Jamás olvidaré su nombre, Naomi. Al verla, sentí que mi corazón latía más aprisa, como un caballo desbocado. Las piernas me temblaron, mis manos sudaban. Quise correr a su encuentro y no pude, me quedé estático. Con angustia la vi alejarse, y perderse entre la aglomeración de la avenida. Demasiado tarde me di cuenta de que Naomi fue, y sigue siendo, el amor de mi vida.

La dejé ir por cobarde, cuando ella me profesaba un amor sincero de niña/mujer (ella tenía 17 años; y yo, 23). Me dejé deslumbrar por falsos oropeles buscando una felicidad ficticia y lo pagué caro. Con los años, me quedé solo. De nada me sirvieron los éxitos profesionales si el corazón lo tenía vacío, como el tronco de un árbol erguido, pero hueco por dentro, solo sostenido por la raíz de los recuerdos.

Me di a la tarea de preguntar entre los amigos más cercanos si sabían en qué lugar trabajaba; fui a buscarla. Me encontré con la sorpresa de que ya se había jubilado y por políticas de la institución no podían darme su dirección ni su teléfono. Seguí investigando con quienes fueron sus compañeras de trabajo. Fue así que me enteré de que está felizmente casada con un abogado, es madre de un par de varones y vive en el norte de la ciudad.

Tuve la intención de ir a buscarla y pedirle perdón por mi cobardía, pero se impuso la prudencia. ¿Qué derecho tengo a alterar sus emociones? Para ella, significo el pasado. En aquel tiempo lastimé sus sentimientos, sin consideración alguna. Así que solo atiné a deambular por las calles que alguna vez caminamos y a sentarme en la banca del parque donde fueron nuestras citas, para después ir a dejarla a su residencia en el barrio antiguo de Jalatlaco. Aún recuerdo el nombre de la calle: de los Pajaritos. Al abrir el diván del pensamiento, me puse a recordar los versos que le escribí, ahora mudos testigos de un pasado que no volverá, porque la historia ya está escrita, y comencé a tararear “Yesterday”, la canción de Los Beatles que nos gustaba escuchar.

Debo conformarme con saber que Naomi es feliz. Seguiré alimentándome de su recuerdo hasta el final de mi cordura.

 

“Quise correr a su encuentro y no pude, me quedé estático”.

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