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DENARIOS: Luna colorada

luna
Foto(s): Cortesía
Aleyda Ríos

Apenas nacía la noche de un día de junio, cuando una sombra corría sobre la vereda que llevaba a la ciudad. Tropezó y rodó cuesta abajo de la colina. Los pastizales amortiguaron el golpe. Se levantó y la negrura de la pradera se la tragó.  A lo lejos se escuchaban unos perros ladrándole al silencio.

A pesar de tener la respiración agitada, a Isidra se le vino a la memoria su casamiento en un mes de octubre, cuando la mazorca de la milpa estaba madura y lista para el corte.

─ ¿Pero, qué amor puede sentir un chamaco que se casa a los 16 años con una niña de 13?─ se preguntaba.

En total eran ocho hermanos, ella fue la mayor de cinco hermanas. Pero no alcanzaba a comprender los sermones del señor cura cuando decía que los hijos eran una bendición de Dios, pues para ellos, cada niño que su madre arrojaba al mundo les robaba una parte de su escaso alimento.

Cuando Isidra cumplió 12 años, le llegó “la luna colorada”. Su madre corrió hasta la parcela llena de milpa a contárselo a su marido. A partir de ese día, el papá de Isidra empezó a buscar un hombre con quien casarla. Como era la costumbre, esperaba que su futuro yerno le diera cuando menos una vaca por su hija, pero lo más que consiguió fue que le ofrecieran un chivo blanco de dos años y una chiva pinta ya cargada de su crío.

Para descansar un rato, Isidra se sentó en una piedra donde la luna llena alumbraba sus pensamientos. Recordó que cuando fueron a pedir su mano, llevaron los animales a su casa. Lo que más le llamó la atención fueron los ojos grandes de las cabras, que parecían no ver su destino; entonces pensó que era igual a ellas, una mujer sin voluntad.

Su cuerpo se agitó, cuando en medio de la oscuridad musitó:

─Mis hermanas se sentían tristes, porque pensaban que ellas valían menos de dos chivos. Yo las comprendía, porque las mujeres que eran cambiadas por una vaca deberían ser bonitas y muy trabajadoras.

En la fiesta, la luz de las estrellas alumbraba a un montón de hombres tomando aguardiente. Las mujeres estaban en el extremo opuesto. Algunas tenían los ojos como candiles a punto de acabárseles el petróleo; otras mostraban los mismos ojos resignados de las chivas adornadas con flores que se encontraban amarradas en el centro del patio.

Cerca de la media noche, su marido la jaloneó a su celda con barrotes de carrizo y techo de palma. Isidra observó esa mirada que le recordó a los perros que tienen rabia. De un empujón cayó al catre y cerró los ojos.

─Esa noche, mi cuerpo fue destrozado con gritos de dolor que se confundieron con los ruidos que hacían otras bestias─ musitó, como si besara al viento oscuro.

A Isidra ya no le importó el trato que le daba Samuel. Lo mismo le daba si le pegaba o llegaba borracho. Lo único que le pedía a la vida era no tener una hija que tuviera que ser cambiada por animales, pero el destino no se había apiadado de ella y ahora huía por el monte llevando a su hijo en el vientre. Aunque tenía sus dudas de que les fuera mejor en la ciudad.

─Dicen que ahí los hombres son muy ladinos, que con sus palabras bonitas envuelven a las mujeres. Tal vez sea lo mejor, porque aquí, ni eso.

“Lo que más le llamó la atención fueron los ojos grandes de las cabras, que parecían no ver su destino”.

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