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DENARIOS: Los elotes

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Foto(s): Cortesía
Redacción

Por Filiberto Santiago Rodríguez

Germán escuchó ruidos entre las milpas. Arropado por los maizales, se fue arrastrando de forma lenta. Sus manos iban abriendo la brecha poco a poco, hasta que la voz se le estranguló en su propia boca. En un lecho de hojas de maíz, se encontraban su tío y su madre hechos un amasijo de carne, huesos y sudor. Eran dos víboras desnudas, enroscadas, serpenteantes. Sus bocas chocaban acariciándose con sus lenguas bífidas. Dirigió a su madre una mirada filosa, de esas que parecen cortar el aire en pedacitos, mientras murmuraba entre dientes:

—Eres una…, una…, una…

Dio la vuelta lentamente y se fue del pueblo, llevándose tan solo su odio que le comería el alma durante toda la vida. De aquel suceso hace más de cincuenta años, durante los cuales Germán no pisó San Juan de los Elotes. Desde entonces empezó a escuchar en sus sueños el llanto de su madre pidiéndole perdón.

—Regresa, hijo mío— le decía, sacando su lengua partida en dos, para enseguida lanzar una carcajada.

Entonces Germán sacaba su pistola y la cosía a balazos, pero doña Alejandra esquivaba las balas escurriéndose entre las piedras. Ese sueño, que le había costado medio siglo de tortura, lo había obligado a regresar.

Ahora una plancha de mármol aplasta el cuerpo de su madre contra la tierra, tal vez para no dejarla salir y evitar que siga pecando. Sobre el alabastro descansa una cabeza pálida de la Virgen María, tiene los ojos cerrados como si estuviera muerta, o quizás cansada de vigilar el alma de doña Alejandra Viuda de Gómez. Así como la muerte deshace al cuerpo enterrado, también consume a la imagen a la que se le empieza a descarapelar el rostro de mármol, formando pequeñas arañas negras que se distribuyen en toda esa piedra noble.

Germán cierra los ojos. Con la mirada de un niño de 7 años recuerda los días cuando en compañía de sus padres cortaban elotes:

—Corríamos por la milpa para escoger los más grandes y tiernos. ¡Esos sí que sabían dulces! Después de que iba a juntar leña, ponía el bracero junto a unas piedras blancas de río.

En esas brasas asaban los elotes y el humo se elevaba al cielo en espirales y como si fueran descendientes de Caín, ofrecían sus primicias a los dioses.  Pero ellos, en su infinita perversidad, no aceptaron sus ofrendas.

Germán arranca un pañuelo que se le enreda en su cuello y lo pasa sobre su frente para secar el sudor helado que baña su cara. Se pregunta si ganó algo al visitar aquel lugar donde descansa su madre, después de abandonarla más de cincuenta años. Lo único que encontró fueron los despojos de un cuerpo, mirándolo con sus ojos fijos y secos de vida, a través de los tres metros de tierra que lo separaban del ataúd. Traía coraje y palabras tan incendiarias, como para prender una gran hoguera y quemar el cuerpo y los recuerdos de su madre, pero ahora todo es polvo estéril.

La tumba agoniza entre la inmundicia. La tierra se va tragando la lápida junto con las cruces. El odio de Germán también se arrastra hacia la sepultura, como si fuera una serpiente que regresa a su nido.

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